Cuando Ortega hablaba despreciativamente del «hombre-masa» se refería a una época en la que se estaba desarrollando plenamente la sociedad industrial, con su imposición de pautas ordinarias de consumo y de aceptación por la gente de un plan de vida predeterminado. Ortega observaba con resquemor la nueva cultura de masas, vulgar y pancista, que amenazaba, a su juicio, lo que de elevado atesoraban las elites.

Tal visión tenía su correlato en el Derecho, volcado en atenerse a las generalidades (la ley igual para todos), y cuyo punto de partida consistía en determinar la conducta del hombre-medio (pensemos en Holmes y el pragmatismo jurídico norteamericano), lo que en el plano subjetivo significaba disimular las diferencias, evitar el ridículo y el significarse como individuo diferente. El comportamiento previsible, el no evidenciarse en general, era, por supuesto, lo esencial en el planteamiento vital de la mayoría de la gente.

La época en que escribió Ortega no estuvo exenta, sin embargo, de perturbaciones identitarias. La voluntad de poder, atribuía al super-hombre, sobre bases racistas y nacional-supremacistas, como bien se sabe, llevó a Europa y a otras partes del mundo a horrores inimaginables. Pero una vez restablecida la paz norteamericana en occidente y el control totalitario en el espacio comunista, el desarrollo gregario siguió siendo la pauta en el desarrollo cultural de las sociedades, desplazando los conflictos derivados del colonialismo a la periferia. El conflicto con mayúscula, si es que tal supuesto es lo que permite explicar los cambios sociales, quedó reducido a lo esencial: el conflicto entre explotadores y explotados, entre postulados liberales y socialistas, entre capital y trabajo.

A partir de la década de los ochenta, con la fecha emblemática del derrumbe del Muro de por medio, las cosas han cambiado considerablemente. Lo que se conoce como posmodernidad -una etiqueta de innumerables caras y no menos interpretaciones- ha dejado paso a la aparición de una avalancha de conflictos de todo tipo, y muy especialmente de conflictos basados en la identidad. De hecho, esta cuestión es el centro de las investigaciones actuales en ciencia política, sociología, antropología, psicología, etc. afectando también al plano del Derecho (en el plano jurídico, los conflictos entre identidades se manifiestan como conflictos entre derechos, entre estatus jurídicos, a menudo insolubles).

Una opinión bastante extendida es que esa maraña conflictual es consecuencia de la globalización económica y tecnológica. La globalización neoliberal dejaría así un espacio abierto a la resistencia, a la aparición de conflictos militares y sociales, en un mundo multipolar. Un autor, como Santos, ha concretado algo más y se refiere a una matriz de conflictos objetivos que caracterizan las sociedades posmodernas: 1) el conflicto global que se deriva de la explotación neoliberal, que tiene alcances globales. 2) el conflicto de género que se deriva del patriarcado. 3) los conflictos postcoloniales, que están lejos de haber sido resueltos. Todos estos conflictos serían, por así decirlo, objetivos, no identitarios.

Pero el abanico conflictual, a veces en contacto con los que define Santos, se combina con otros que tienen una clara raíz identitaria, tal como sucede con las radicalizaciones de signo religioso, donde la religión juega un papel aglutinador, una especie de factor de integración e identificación más o menos fanática, que se despliega en sociedades periféricas donde existe humillación y desigualdad. Por otra parte, de la mano de la revolución tecnológica, los conflictos identitarios se multiplican en las sociedades posmodernas, donde la desigualdad y el miedo a la globalización atenazan a las poblaciones. De manera que, en sociedades opulentas, la normalidad ha perdido popularidad, hay terror a ser gente común y corriente y, por el contrario, quiere sentirse especial y trasladar a los demás lo que ya Freud llamó «el narcisismo de las diferencias», sean personales, nacionales, linguísticas o estéticas.

Si un mundo surcado por la proliferación de las diferencias puede ser gobernable y sometido a regulaciones jurídicas es algo que está por ver. De igual manera está abierta a la discusión si las identidades, y los conflictos que de ellas se derivan, son el caldo de cultivo de una cultura de la liberación, de lucha contra toda forma de dominación, o simplemente, una manera de obviar los conflictos fundamentales, los objetivos, derivados de la explotación. Como dice Ziek, hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo, que algo distinto al neoliberalismo.