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Gerardo Muñoz

Momentos de Alicante  

Gerardo Muñoz

Allanamiento de morada

El sol alcanzaba su cénit en el primer día de invierno de 1477, cuando ocho alguaciles armados con espadas o lanzas se disponían a entrar de improviso en una céntrica vivienda de la villa alicantina, situada entre la calle Mayor y el hospital de Gomis.

A una orden del justicia de Alicante, aprovechando que una sirvienta salía por el portón principal, la mayoría de los alguaciles irrumpieron en el interior de la vivienda, quedándose solo dos de ellos fuera, para vigilar la puerta por la que se accedía al corral aledaño.

A nadie encontraron en el modesto vestíbulo, donde había dos cofines con trigo, una afiladora de madera y un banco. Envalentonado, el justicia se puso a la cabeza de los allanadores, entrando en el comedor, donde el mobiliario era escaso y sencillo: tres sillas, una mesa, tres bancos de madera y dos alfombras viejas de esparto. Con un gesto ordenó a dos alguaciles que revisasen la cocina y a otro que hiciera lo propio en la bodega anexa, en la que solo había jarras, una tina y un cántaro. En la cocina encontraron a una mujer cincuentona, rechoncha, vestida con gonete oscuro y delantal pardo, que cocinaba en el hogar junto a una niña negra, de unos 7 años. Ambas se sobresaltaron al ver a gente armada y soltaron sendos gritos. Aparte de ellas, en la cocina los alguaciles solo hallaron un banco, dos paellas, dos asadores, dos calderas, tres morteros de piedra, varias ollas y media docena de platos.

La niña negra hizo amago de correr hacia la puerta del comedor, pero la cocinera la retuvo poniéndole una mano gruesa y pringosa sobre su hombro, al tiempo que le decía: «Quieta, Catalina». Y las dos se quedaron como petrificadas, con los ojos y las bocas muy abiertas, mientras los alguaciles inspeccionaban la despensa y el cuarto para amasar, vacíos de personas pero con más ollas, lebrillos, cedazos, una mesa y recipientes para conservar el pan, el vino y el aceite.

Entretanto, alertada por los gritos y procedente de una estancia contigua, llegó al comedor la dueña de la casa, acompañada por un criado y dos esclavos. El primero, calvo y muy delgado, iba armado con una horca pajera; mientras que los esclavos (mulato de unos 15 años, uno; y un par de años más joven el otro, de rasgos bereberes) empuñaban cuchillos. Los alguaciles se prepararon para repeler el ataque, pero la mujer evitó la confrontación con un gesto firme.

Doña Violante era una viuda de 33 años, nacida en cuna noble y alcaidesa del castillo de Santa Bárbara desde hacía 16 años, por lo que estaba acostumbrada a mandar y a que la obedecieran, sobre todo en su propia casa, si bien esta vez contuvo su orgullo y su ira, consciente del riesgo que corría en ese momento de perder una parte importante de su patrimonio. Aunque esperaba la visita del justicia, le sorprendía que cometiese la osadía de invadir su casa.Se produjo un silencio tan tenso como el que se escucha antes de una batalla. Un silencio largo, durante el cual la señora miró con severidad a cada uno de los alguaciles que tenía delante. Su mirada era tan impresionante como su figura, a pesar de que la cabellera castaña, revuelta, con uno de esos tocados franceses tan de moda, llamado de cuernos, a medio peinar, delataba la interrupción que se había producido en su acicalamiento personal. Envuelta en un elegante hábito flotante y negro, calzada con unos lujosos chapines de suela de corcho tan gruesa que aumentaban su talla al menos tres dedos, fijó sus hermosos pero duros ojos del color del ámbar en los del justicia, para advertirle que estaba cometiendo un delito al asaltar su morada sin permiso.

«Señora, yo soy la más alta magistratura local», le recordó el justicia, antes de preguntarle con voz grave e imperiosa: «¿Dónde está su esclavo Pedro, al que llaman ?el Portugués?? Entréguemelo». «No está aquí. Marchó hace rato», contestó ella. «¿A dónde?». «Lo ignoro».

El justicia forzó una sonrisa torcida y dijo que de todos modos registrarían la casa. Violante le sostuvo la mirada en silencio durante un instante, pero al fin hizo un gesto con el que mandó a sus sirvientes que se apartaran y dejaran paso expedito al jurado y los alguaciles.

En la sala había un oratorio dedicado a la Virgen María, un altar, dos tablas, varios cofres y cajas, tapices, cortinajes?, pero ninguna persona. Por una puerta se entraba en una alcoba pequeña, con cama, colchón de paja, un estrado de madera y un cofre. En ella vieron los alguaciles a una niña negra de unos 8 años. Por otra puerta del salón se iba al resto de los dormitorios. En el principal la cama contaba con colchón de lana, había cofres y arquibancos, y en una salita adjunta había una alfombra de junco, lanzas, escudos, cofres, una jaula con un loro y un retablo de San Miguel. También había una estancia destinada a baño, pero que se utilizaba preferentemente para escaldar pasas. Allí encontró el justicia a un anciano encorvado y vestido con una saya vieja, a quien preguntó dónde estaba «el Portugués», pero el sirviente se encogió de hombros.

Dos alguaciles salieron al terrado que se abría frente a la sala, al mismo tiempo que otros tres revisaban una estancia vacía, con dos balcones, una cama, mesita, sillas, un retablo viejo y un espejo colgado de la pared.Después de reconocer atentamente el lagar, el granero y el establo, sin encontrar a persona alguna, los alguaciles salieron a la calle detrás de su jefe y se alejaron de la casa.

Violante había sido despertada de madrugada para informarle de que «el Portugués» había reñido de noche con uno de los esclavos del justicia, a quien había herido mortalmente. El justicia era uno de sus enemigos políticos más poderosos, pero Pedro «el Portugués» era su esclavo predilecto, el más antiguo y leal de cuantos sirvientes tenía. Fue él quien salvó a su marido, en 1469, de ser asesinado por cinco de sus enemigos alicantinos. De manera que no estaba dispuesta a entregarlo para que lo ejecutasen. Le mandó ensillar la mejor caballería y marchar de inmediato al castillo. Pocas horas después, al alba, dos alguaciles llamaron al portón preguntando por él. Se les dijo que no estaba, pero no lo creyeron.

El esposo de Violante, Alfonso de Rebolledo, había sido el alcaide del castillo hasta su muerte, acaecida seis años atrás. El cargo lo había heredado su único hijo, Juan, pero como era menor de edad (ahora tenía 15 años), las responsabilidades de la alcaidía eran ejercidas por su tío Fernando de Rebolledo y por ella misma. Violante administraba; Fernando gobernaba la fortaleza.

Violante mandó preparar su carroza y que la llevasen hasta el castillo, donde estaban su hijo y su cuñado. Les contó lo que había sucedido, lo que indignó sobremanera a ambos, pero impidió que Fernando tomara represalias yendo en busca del justicia en compañía de la mitad de los soldados que guarnecían la fortaleza. Era preferible, les convenció ella, pedir la mediación del rey, aprovechando que Fernando gozaba de su confianza. También su difunto marido había sido un caro confidente real.

Así, pues, Fernando y Violante enviaron una carta a Juan II, contándole el atropello sufrido por ella ese mismo día. Unos días más tarde, el 2 de enero de 1478, el monarca aragonés ordenó al gobernador general de Orihuela, de quien dependía la villa de Alicante, que arrestase y juzgase al justicia alicantino, por haber mandado y participado en el asalto contra la casa de la noble doña Violante Rotlá de Rebolledo.

Una copia de la orden real de arrestar al justicia alicantino se conserva en el Archivo del Reino de Valencia (Real Cancillería, 298, fol. 48v). La descripción del interior de la casa de Violante Rotlá está sacada del inventario de sus bienes que, tras su muerte, fue levantado por el notario Juan Beneyto (protocolo 26.967). Ambos documentos son citados por José Hinojosa Montalvo en su trabajo titulado «Rebolledo. Un linaje castellano en el reino de Valencia a fines de la Edad Media» (Universidad Católica Argentina, 2015).

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