Cuando, día tras día, uno es bombardeado de forma inmisericorde desde los medios de comunicación con las mismas noticias, la imaginación tiende a volar hacia asuntos más triviales. Sin ir más lejos, hace poco, paseando por la Corredora, cortada al tráfico rodado por ser sábado, llegué hasta la Plaça de Baix y me fijé en su balcón, del que aún penden las enseñas que la ley exige, y me vino a la mente una reflexión sobre el valor simbólico de algunos balcones.

Seguramente el balcón más conocido urbi et orbi es el de la plaza de San Pedro, en El Vaticano, por ser desde el que se anuncia la elección de un nuevo Pontífice; también es célebre el del Palacio Imperial en la Heldenplatz de Viena, aunque en este caso por un anuncio poco gratificante: el del Anschluss (anexión) de Austria a Alemania que realizó Adolf Hitler, en 1938.

Pero mis dos balcones favoritos no representan hechos históricos, sino de ficción. El primero de ellos es el de la Plaza Consistorial de Guadalix de la Sierrra, Madrid, escenario del famoso discurso de don Pablo, alcalde del pueblo imaginario que describe el genial Berlanga en Bienvenido Mister Marshall. Seguro que recordarán ustedes la alocución: «Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar. Que yo, como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar, porque yo, como alcalde vuestro que soy...».

Lo cierto es que la explicación de don Pablo me recuerda a las que desde nuestro propio Ayuntamiento se dan sobre temas de reciente actualidad y que no viene al caso comentar aquí por manidas. Claro, que don Pablo tenía salida para todo, porque otra de sus frases también podría reflejar de manera nítida la forma de hacer política hoy en día: «Como alcalde vuestro, yo os aseguro que para pagar esto ni un céntimo ha salido de las arcas públicas, porque en las arcas jamás ha habido un céntimo».

Ahora bien, como esta semana ha sido San Valentín, me he impregnado del espíritu romántico de esa festividad, por lo que en este artículo no quiero repartir sino flores. Lo que me da pie a contarles cual es mi otro balcón de ficción preferido: el de la casa de Julieta en Verona. Sabrán ustedes que Romeo y Julieta es una tragedia, escrita por el inmortal William Shakespeare, que narra la historia de dos jóvenes veroneses que, desafiando la amarga enemistad de sus familias, son capaces de arriesgarlo todo por estar juntos. Sin duda, la historia de amor más famosa de todos los tiempos que, a su vez, ha servido de inspiración a tantas otras, en la literatura y en el celuloide. Baste citar, como ejemplo, películas como West Side Story, Dirty Dancing, Twilight o Romeo Must Die.

No obstante, y sin ánimo de ser aguafiestas, ni de querer echar por tierra el trabajo que restaurantes, floristerías, perfumerías y bombonerías han tenido esta semana, han de saber, si acaso no lo tienen ya claro, que el amor romántico es un invento de la civilización occidental; algunos «estudiosos» del tema fijan su aparición en el siglo XII, cuando los trovadores glosaban el «amor cortés», que devino finalmente en lo que conocemos hoy por amor romántico.

Sea como fuere, en la actualidad el amor es un hecho en Occidente, mientras que en algunas culturas, especialmente orientales, aún se acuerdan los matrimonios por conveniencia. En la India esto es harto frecuente, dándose casos de parejas que no se conocen hasta el mismo día de la boda, o poco antes. En España esto sería impensable, salvo en la política, donde los amores, las relaciones y hasta los roces furtivos son siempre por conveniencia, conveniencia de los partidos y de sus cuadros dirigentes, no de los ciudadanos.

Dicen que el amor en primavera reverdece. La primavera se acerca y las próximas citas electorales también. Miro, de nuevo, al balcón del Ayuntamiento en la Plaça de Baix. Aún sopla el viento frío de febrero. Me embozo en mi bufanda y enfilo el puente de Canalejas hacia el mercado «provisional». Me gusta hacer la compra allí y tomar algo. Quizás lo pueda seguir haciendo muchos años.