Cuando yo era un joven universitario en el Madrid de principios de los 90 al llegar el mes de julio varios de mis amigos buscaban un trabajo que les permitiese conseguir algún dinero y poder así realizar un corto viaje durante las vacaciones estivales. Lo más sencillo era hacerlo en Telepizza, por aquel entonces cadena de pizzerías con reparto a domicilio de reciente creación que permitía a jóvenes universitarios turnos diarios de pocas horas. El trabajo consistía en presentarse a una determinada hora en la pizzería más cercana a su domicilio para repartir las pizzas con una motocicleta de pequeña cilindrada que solía ser un vespino. Pero en realidad la hora a la que empezaban su jornada laboral nunca era la que en un principio les habían adjudicado en el cuadrante semanal. Se presentaban a la hora que les habían dicho ante el encargado pero éste decidía en función del trabajo que hubiese en ese momento si comenzaban o esperaban un tiempo a que el volumen de trabajo aumentase. Los jóvenes repartidores se quedaban charlando entre ellos hasta que se les llamaba para comenzar su jornada que nunca sabían qué duración iba a tener. La empresa repartía las horas semanales como le venía en gana aprovechando cada minuto de cada hora que debía trabajarse gracias a ese tramposo sistema de «estar a disposición» de la empresa hasta que el turno comenzaba. No hace falta decir que ese tiempo de espera no se pagaba ni se cotizaba por él a la Seguridad Social.

Lo he recordado a propósito de la polémica suscitada por las nuevas empresas de reparto a domicilio surgidas gracias a internet, los teléfonos móviles y sus aplicaciones. Empresas como Deliveroo que actúan como intermediarios entre los restaurantes y los clientes que se encuentran en sus casas valiéndose de repartidores en bicicleta para efectuar el reparto. La novedad es que a diferencia de los repartidores de hace 25 años que eran contratados mediante contratos de media jornada con su correspondiente Seguridad Social, estas nuevas plataformas digitales han convertido a los repartidores en trabajadores autónomos lo que supone que deben pagarse su Seguridad Social y su bicicleta. Por supuesto si sufren un accidente o caen enfermos estas empresas no se hacen responsables de nada: el repartidor no cobra nada. Y punto. Si a esto le sumamos que pagan por entrega realizada, con independencia del tiempo que se tarde en hacerlo, el único motivo por el que estos jóvenes se someten a estas condiciones leoninas es porque el Gobierno -¡qué casualidad!- ha puesto en marcha incentivos destinados a aumentar el número de trabajadores autónomos con la conocida «tarifa plana» de cuota de Seguridad Social de 50 euros para nuevos autónomos y para jóvenes.

A los inventores de un sistema laboral tan perverso y miserable se les llama emprendedores. A menudo son entrevistados en los medios de comunicación como ejemplo de arrojo empresarial para todos esos miles de jóvenes que estudian en las facultades de economía o que realizan algún máster en escuelas de negocio con rimbombantes nombres en inglés aunque tengan su sede en Móstoles, Ciudad Real o Segovia. A mí en cambio siempre me han parecido unos aprovechados que se enriquecen gracias a la desesperación de miles de jóvenes sobrecualificados que estudiaron carreras universitarias tan poco productivas para la sociedad en la que vivimos como Filosofía o Historia. Los inventores de estas startups suelen hacerse millonarios gracias, sobre todo, a la inexistencia de derechos laborales de los trabajadores que tienen a su cargo al disfrazarlos de falsos autónomos y ahorrarse así cientos de miles de euros en pagos a la Seguridad Social. Estos emprendedores suelen vestir como si tuviesen 20 años aunque la mayoría sobrepasa ampliamente los cuarenta, van en patinete por las aceras de las ciudades sin importar si molestan y en vacaciones se van a solitarias playas de Indonesia que, al parecer, son muy exóticas. Nada de irse a Francia, Inglaterra o Grecia a pasear por calles llenas de historia o para visitar museos llenos de obras de arte. Esos destinos los dejan para aburridos padres de familia como un servidor.

Lo curioso del caso es que a pesar de que estas aplicaciones para móviles son poco más que el viejo y conocido trabajo de la intermediación disfrazado de repelentes anuncios televisivos reciben financiación a espuertas de bancos y grupos de inversión sin ninguna garantía. Sin embargo si cualquier joven fuese hoy día a un banco a pedir financiación para abrir una librería se reirían de él o de ella.

¿Qué podemos hacer los ciudadanos? Personalmente jamás utilizaré los servicios de esta clase de piratas empresariales. Antes de consumir algún producto que se oferta mediante alguna de estas plataformas nacidas gracias a internet debemos investigar acerca de las condiciones laborales de sus trabajadores. Es preferible el cierre de una empresa que explota a sus trabajadores a que exista gracias al trabajo denigrante. Cuanto antes fracasen antes cambiarán sus políticas laborales.