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Mercedes Gallego

Opinión

Mercedes Gallego

Periodista

En plena vorágine de feminización del uso del lenguaje, cuando las terminaciones en ada/ado más que contribuir a hacer añicos techos de cristal y a suturar brechas salariales están sirviendo de inspiración para los sketchs de José Mota o los monólogos del Club de la Comedia, me encuentro en la disyuntiva de si debo aplaudir o repeler el uso del término portavoza para definir a la persona (¿o quizá se debería decir también persono? ¡Cuánta duda, señor/señora!) de sexo femenino que habla en nombre de otro o de otra.

Dedicándome a lo que me dedico no voy a cuestionar la envergadura que encierran las palabras, que es mucha, ni la tremenda importancia que supone llamar a cada cosa por su nombre. Ni, por supuesto, que en la lucha por un igualitario y justo reconocimiento de derechos, con independencia del sexo con el que hemos nacido, en ocasiones no ha quedado (ni queda) otra que pasarse de frenada para lograr caminar a la par. Muchos avances de los que ahora disfrutamos las mujeres se han conquistado gracias a la lucha (en el sentido literal de la palabra) de aguerridas féminas a las que incluso las propias mujeres no han dudado en tildar en algunos momentos de extremistas. Ahora bien, y dejando claro que, por desgracia, la contienda no ha concluido, no creo que la solución para acabar con esa discriminación y que, por ende, cada vez más mujeres accedan a puestos de responsabilidad sea añadir una «a» a su nomenclatura. Conozco a juzgadoras que reivindican que el nombre de su profesión acabe en «z» («Yo soy la juez, lo de jueza no me gusta», coinciden en señalar más de una) pero que con sus sentencias han contribuido más a la consecución de esa igualdad que todas las «aes» juntas. Reconozco que en esto las periodistas tenemos suerte. Aunque les confieso que nunca he escuchado a ningún compañero peleando para que le llamemos periodisto.

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