Tiene medio cuerpo cubierto por una manta, de esas de viaje, que Encarna, la mujer que yo quiero, le puso ayer noche. Es de cuadros rojos y blancos, lo que hace resaltar su precioso pelo color fuego. Las manos las tiene paralelas a la cabeza, el morro apoyado en el suelo, las orejas alzadas, con la dignidad propia de los de su raza, y los ojos color avellana mirando al infinito. El cuerpo recogido sobre si misma, enroscado como una pescadilla. Terminamos de subir del veterinario ubicado en los bajos del edificio donde vivimos. Lleva unos días machacada a inyecciones, vomitando hasta el agua que bebe. Lánguida, la fatiga se ha adueñado de ella. Hoy entre las pruebas de rayos y la ecografía nos han confirmado lo peor, el bicho ha anidado silente en su estomago y no le ha dado ni la más mínima tregua. Tiene algo más de diez años. Según Pedro y Bea, sus veterinarios, ha pasado de los setenta en los humanos. Traka es una señora mayor que para nosotros no ha dejado de ser una niña desde que un día, cuando aún no cumplía los tres meses, inundo con su alegría nuestra casa.

Desde entonces ha sido nuestra niña, nuestra fiel compañera, nuestra refugio de otros sinsabores. La que nos ha dado esa década maravillosa, diez años de entrega y fidelidad. Lleva días tumbada como un saco de patatas, se mueve lo mínimo para beber algo de agua que su estomago termina por no admitir. Las fuerzas la abandonan. Es el paso previo a lo inevitable. Cada vez que me acerco a ella para acariciarle, me mira con la profundidad de la despedida, sus ojos se elevan y desde la tristeza me manda un mensaje de agradecimiento por los años que hemos pasado juntos. Es agradecida hasta en el umbral del viaje sin retorno. El reloj de pared de casa se ha parado, no funciona bien desde ayer. Los últimos dos años cojeaba de una pata trasera, consecuencia de las innumerables carreras persiguiendo la pelota que le lanzaba día si día también, mientras leía un libro. Privilegios de un jubilado. Desde entonces dejó de acompañarme en mi afición por correr, lo que eche en falta bastante más que ella, asegura Encarna.

Obediente hasta lo indecible, era admirada por ello y por su porte y belleza canina por la mayoría de los que compartían con nosotros la fortuna de tener en casa a uno de ellos. Sus mayores travesuras consistieron en morder alguna que otra pata de silla y roer alguna pared que tuvimos que volver a pintar. Poco bagaje de pueriles perrerías comparado con la inapreciable compañía y profusión de sentimientos que despertaba su inestimable presencia. Le han puesto algo de morfina hasta que, lo he dejado en sus manos, Pedro decida el momento de ponerle la inyección. Estos últimos días ni se acercaba al armarito de la cocina donde guardamos sus chucherías que tras cada comida y antes de acostarnos solícita y con insistencia nos demandaba. Sigue tumbada, sin apenas moverse cerca de mí, levantando la vista cada vez que me levanto a acariciarle. Sé que son las últimas que le daré, sé que son los últimos momentos que estaré con ella, aún así me invade una serenidad que no se corresponde con trance tan amargo. Es ella, estoy seguro, quien me trasmite esa calma, ese sosiego, esa entereza que me ha contagiado tantas y tantas veces tras los traspiés que damos en nuestras vidas.

Mi hija Raquel ha venido a despedirse, hace diez años fuimos juntos a recogerla. El instante del adiós se acerca, y las caricias se hacen más profusas. Ella espera, como siempre fiel a su destino. Sobran ya las palabras que en ningún caso podrán describir el profundo agujero negro de su ausencia, que con el tiempo tornará a recordatorio alegre de toda una vida. Pedro le ha puesto ya la inyección. Duerme profundamente, Traka mi fiel amiga y compañera, mi viejita niña. Ya se siente el vacío en cada rincón de la casa. Se ha ido dejando la puerta entreabierta, nunca se sabe si por ese resquicio entrará algún día alguien.