Poco a poco vamos conociendo los detalles de lo que sucedió la noche del 26 de octubre en que Puigdemont vaciló entre declarar la independencia de Cataluña o convocar elecciones. La reconstrucción de la película de los acontecimientos va dejando un rastro de traiciones, despropósitos y bajezas que elevan el caso, no está claro si a la altura de una novela negra o de un sainete cuyos principales actores desarrollan un papel más siniestro que cómico, de nefastas consecuencias.

En aquella noche en la que nadie durmió, con los terminales activados en Moncloa y mediadores bienintencionados de por medio, Puigdemont estaba decidido a convocar elecciones con el fin de eludir las consecuencias jurídico/penales de una declaración de independencia, que de producirse, iba a dar lugar ipso facto a la aplicación del artículo 155 de la Constitución, con la consiguiente suspensión de la Autonomía de Cataluña. Pasada la medianoche, asesores cercanos al President le recomendaron no dictar el Decreto de convocatoria de elecciones con nocturnidad, sino que esperara a hacerlo al día siguiente a la luz del día.

Y es aquí cuando entra en juego la grotesca traición republicana. Creyendo los republicanos que la decisión de Puigdemont era firme, maniobraron para dejarle fuera de juego, acusándole de felonía y traición al pueblo de Cataluña, con la vista puesta en asegurarse una clara mayoría en las inmediatas elecciones. Una maniobra oportunista, traicionera en aquél contexto, algo que, por otra parte, no es novedad en la trayectoria histórica de Esquerra Republicana. Las agrias y escogidas palabras de Rufián, con cita bíblica incluida, y la presencia, no de masas, sino de escasas huestes cuperas pidiendo a gritos su cabeza en la plaza de Sant Jaume, hicieron desistir a Puigdemont de su propósito con tal de no pasar a la intrahistoria catalana como un rufián cualquiera (además de perder previsiblemente las elecciones).

Al día siguiente Puigdemont se presentó en el Parlament, y ante la mirada desencajada de los republicanos, con Oriol Junqueras de cuerpo presente, una vez votada la resolución, con la abstención de los Comunes y la ausencia de la oposición, proclamó la República independiente de Cataluña. Acto seguido, sin arriar la bandera de España del Palau de la Generalitat, Puigdemont desapareció y huyó a Bruselas. Resultado: Junqueras, que iba para President, entró en la cárcel; el orate Puigdemont se pasea por Bruselas alardeando de legitimidad. Nada que estuviera pactado, ni previsto. Al contrario, la brecha entre republicanos y legitimistas no ha hecho más que agrandarse como los mensajes «robados» a Puigdemont ponen de manifiesto.

Así las cosas en el bando independentista, obligado a representar en público una burda simulación para que el procés, o sea, la palinodia, continúe, Cataluña continua varada, suspendida, sin rumbo conocido. ¿Cómo resolver el embrollo? Una tentación, la clásica, es cortar de un tajo el nudo gordiano. En cierto modo el aparato judicial, que persigue y enjuicia los delitos presuntamente cometidos, hace las veces. La nómina de encarcelados, pendientes de juicio, de reclamados y llamados a capítulo, va a crecer, afectando no solo a los cabecillas sino a una amplia nómina de sujetos, colaboradores necesarios del atropello perpetrado. Muchos catalanes que se dejaron embaucar con las mentiras de sus líderes empiezan a darse cuenta de adónde les han conducido. Hay dolor ?se dice en medios independentistas? gente que se pregunta si ha valido la pena confiar en personajes falaces que ni siquiera han mantenido, llegado el momento, un ápice de épica y de honorabilidad, mientras la sociedad catalana retrocede y se desgarra como nunca antes, sus empresas abandonan el territorio, y Europa, salvo minorías extremistas y xenófobas, les cierra las puertas.

Pero no es tan sencillo cortar el nudo, exclusivamente, por mano del aparato judicial. Dos millones de personas que votan alternativas de independencia no van a decaer ni a desvanecerse de la noche a la mañana. De hecho la línea del Gobierno y sus aliados va a seguir siendo la de intentar deshacer el nudo, confiando en que el tiempo haga su labor, algo que, como el mito nos advierte, es altamente improbable, por no decir imposible. La espectral figura de Puigdemont y de su corte milagrera, sus rocambolescas relaciones con republicanos y cuperos, la estrafalaria idea de una gobernabilidad con mando a distancia y otra real y efectiva, no son más que preludios de que la normalidad es imposible de alcanzar, tanto si hay nuevas elecciones como si no. Es cierto que la cortedad del Gobierno de Rajoy y el interés partidista de sacar rédito en España, azuzando el conflicto catalán, ha reforzado el inextricable nudo. Pero no lo es menos que pactos, negociaciones, reformas constitucionales etc. no van a disuadir, sino al contrario, a reforzar la acreditada deslealtad de los independentistas para dar forma a sus objetivos mesiánicos.

Entretanto el conflicto catalán ha marcado ya la agenda política en España para los próximos años. Es el epicentro de los cambios en la derecha, que aguarda la emergencia del partido-recambio para consolidar su hegemonía, y del estrangulamiento de la izquierda, atrapada en el nudo gordiano. ¿Cabe esperar reacciones como sucedió en el caso de Quebec y que el tiempo histórico traiga consigo lucidez? Tal vez. Entretanto está el pilar constitucional ?que es el que garantiza los derechos de todos, incluidos los de los independentistas? y los límites infranqueables que garantiza el Estado de Derecho: un programa de reformas que restaure el desgastado tejido democrático y social de España y, sobre todo, una decidida política que ponga coto a la desigualdad y al desastre social que la crisis ha provocado, que ponga en valor la solidaridad y la cohesión social. Porque, no lo olvidemos, la desafección provocada por la crisis en el conjunto de España, hábilmente utilizada por el independentismo, está también entre las causas de la deriva soberanista en Cataluña.