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Vuelta de hoja

Sea solidario. Muérase

e de reconocer que hace tiempo me ronda por la cabeza hablar de uno de los personajes más esperpénticos y siniestros de nuestra política y que me he quedado con las ganas por ver de evitar un calentón o que me reviente la carótida. Pero el prurito se ha hecho grande y el picor insoportable, de modo que, allá va. No sé qué tiene el poder que, aparte de corromper como ha quedado sobradamente demostrado, convierte al poderoso en una suerte de engolado virrey, tirano gerifalte y déspota irredento. Sí, hablo de la inefable, vociferante, tabernaria y chabacana Celia Villalobos. Ustedes recordarán la famosa bronca a su chófer personal. Una airada Celia, a la puerta del Congreso, conminaba a grito pelado a un trabajador a que se diera prisa. Doña Celia tenía más aspecto de matrona mal encarada de los arrabales que de diputada. Más parecía histérica de baja estofa y barriobajera que vicepresidenta de algo. «¡Vamos, Manolo, coño! ¡No sois más tontos porque no entrenáis, joder! ¡Al final voy a ser la última!». Eso es lo que también conlleva el poder, que siempre se quiere llegar el primero. A dónde sea, es lo de menos. En el caso que nos ocupa y al paso que va la burra, a la hecatombe, sin duda.

Así como otro figurón de la política patria, Eme Punto Rajoy colecciona dislates y galimatías a golpe de estertor ocular, la señora Villalobos se da muy buena maña en el difícil arte de buscar soluciones inteligentes a problemas acuciantes y en coleccionar perlas verbales. Cuando dirigía el Ministerio de Sanidad, las vacas se le volvieron locas, vaya por Dios. Al drama de una más que probable epidemia, la señora ministra, en un alarde sin precedentes de rigor científico encontró la solución: «A las amas de casa (los amos de casa no existimos) hay que decirles que no usen huesos de vacuno para hacer el caldo, que usen los de cerdo que también hacen muy buen gusto». Arreglado. Lo cierto es que nos dejó más tranquilos.

Ante la avalancha de aire fresco que entró en el congreso de la mano del 15M, ante el susto de un Podemos sin corbata y con el aliño indumentario del pueblo, ante el peligro que suponían contra el régimen, su régimen, empezamos a oír hablar hasta la náusea de Venezuela e Irán. Llovían los infundios y los falsos testimonios. A la honorable diputada sólo se le ocurrió, para poner su grano de arena en el acoso y derribo a los morados, hablar de las rastas de algún diputado: «A mí me dan igual las rastas, con tal de que no me peguen los piojos». He oído a mozos de germanía y rufianes poligoneros insultar con más clase.

Cuando se propuso, con buena intención y mejor criterio, dar trabajo en el Congreso a personas con discapacidades, la gentil diputada dijo algo así como: «Qué pasa con lo de los tontitos». La forma de ver la realidad que tiene esta mujer, a fuer de distorsionada, está anclada en la edad media cuando lo diferente era un estigma. Doña Celia, como verán (y, sí, llegado a este punto ya tengo la femoral caliente, la carótida como un pandero y el agua de la caldera en ebullición) es un dechado de empatía, solidaridad, generosidad y buena gestión.

La penúltima recomendación de este cráneo privilegiado es que ahorremos para no afrontar la jubilación en pelotas. Dos eurillos de nada al mes y a vivir la dolce vita. Una solución, sin duda, muy a tener en cuenta ante el descalabro de la hucha de las pensiones que doña Celia y los de su cuerda han propiciado. O sea, que te papeas treinta y cinco años de tajo, pagando religiosamente a la maquinaria del Estado, para que tu pensión quede reducida a dos euros al mes dentro de un cerdito de barro que tú mismo has de recebar. Menuda fortuna. Y es que la mayoría tienen un morro que se lo pisan, caramba, que hay caraduras que han estado menos años currando que cobrando la pensión. Pero, vamos a ver, ¿esta mujer sabe contar? A lo que no hay derecho es a que la esperanza de vida se haya disparado de tal forma que los abuelos se apalanquen ahí, a la inercia de vivir, a la sopa boba como unos egoistones. Hagan el favor de ir palmando, leñe. Sean solidarios.

Doña Celia, ahora me dirijo a usted con la severidad y la fuerza que da la razón. Usted está como una rosa y puede jubilarse a los ochenta porque no sabe lo que es un andamio, ni limpiar culos ajenos, ni varear aceitunas. No sabe lo que es un reventón de varices después de doce horas de pie en una fábrica, no sabe de sabañones, ni de fatigas, ni de no llegar a fin de mes. Usted no tiene ni puta idea de lo que es trabajar porque el único oficio que conoce es el de parásito, que le pusieron en bandeja hace décadas, como a tantos otros. Que lo disfruten y que la Historia no les juzgue como merecen.

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