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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Presidir es tan bonito...

Cualquiera puede ser presidente. Que no se me enfade nadie, pero es así aunque lo haya dicho a lo bruto, que a mi provecta edad uno está para pocas sutilezas. Estoy seguro que cualquiera que haya ocupado un cargo en la cúspide de la cadena alimenticia se creerá un macho alfa por el mero hecho de haber llegado hasta allí y eso en algunos casos es verdad y mentira cochina en la inmensa mayoría. Alguien me dijo una vez que no dudara de la inteligencia o la capacidad de los que llegaban al poder, porque estar ahí demostraba aptitudes. Creo que es una falacia como la copa de un pino.

Conste que cuando hablo de machos alfa no estoy haciendo apología de género, que ya hay muchas hembras alfa en la misma situación, y cada vez serán más. Pero la estulticia es inherente al género humano y se da tanto entre chicas como entre chicos, si bien debo reconocer honradamente que ellas se dejan llevar menos por la testosterona que tanto entorpece nuestros sentimientos y nos lleva a chocar nuestros cráneos (o a entrecruzar los cuernos, depende de la especie).

Llegar a una presidencia, sea la del mundo mundial o la de una comunidad de vecinos en un barrio chabolista, sólo indica que te ha tocado la china porque pasabas por allí en el momento más propicio o que te lo has currado dejando cadáveres en el camino. No hay más vías, excepto en los casos de los elegidos que han deslumbrado a sus coetáneos hasta el punto de ser elegidos líderes por aclamación, pero esos son más escasos que los unicornios. Al poder se llega por aburrimiento, por casualidad o por conquista y el que triunfa no suele ser el más dotado, sino el que posee más «baraka», ese vocablo del Islam que designa a los que no sólo tienen suerte sino que exhalan una especie de gracia divina que les hace ser respetados por las balas cuando en la batalla todos caen a su alrededor.

Es verdad que una organización no puede ser autogestionaria y funcionar sin un líder y que son éstos, a la postre, los que dan sentido a la estructura, especialmente cuando por sí misma poco tiene que ofrecer. Obviamente no es lo mismo una empresa que tiene un propietario que una entidad sin dueño; en la primera el líder es el que la ha construido, heredado o comprado, mientras en el segundo caso el acceso al sillón de mando es mucho más complejo y depende de múltiples factores, a los que no son ajenos los pactos, apaños y mamandurrias.

En todo caso una vez que alguien se sitúa en el trono tiene dos posibilidades: mejorar el legado de sus antecesores o empeorarlo. No hay más alternativas, a no ser que consideremos la opción de no hacer nada para que no pase nada y a la postre entreguemos el cetro sin haber hecho ruido ni remolino, simplemente para que cuelguen nuestro retrato en la sala noble junto al resto de ex. Y también puede ser que una magnífica presidencia quede empañada sin remedio porque, quien en su origen fuera un airoso caballero jedi sea arrastrado al lado oscuro de la fuerza y se convierta en un Darth Vader cualquiera. Casos he visto de presidentes que fueron magníficos hasta que dejaron de serlo, porque así es la naturaleza humana: frágil y fácil de seducir por la megalomanía o incluso por la apetencia terrenal de situar a los tuyos cuando los cargos no son hereditarios.

Y luego está el carisma, que no es imprescindible pero ayuda a liderar, con el rasgo negativo de que quien lo disfruta puede caer en la imprudencia por exceso de confianza. Y, cómo no, el talento intelectual personal que permite sentir nauseas ante los vomitivos aduladores y recibir al triunfo y el desastre como los dos impostores que son. No me resisto a citar a Kipling: «Si puedes encararte con el triunfo y el desastre, y a esos dos impostores los tratas de igual manera?»).

Pero sobre todo, lo que separa a un presidente de otro es la manera de gestionar a las gentes que le rodean. Hay tres tipos en el entorno de cualquier trono: cortesanos, camarillas y equipos; los primeros son aduladores y lamefarolas, los segundos, coleguillas de copas y los terceros son pares y soberanos de sus opiniones y criterios, ni subalternos ni traidores. Los últimos son los más difíciles porque no basta con ordenar, hay que convencer y reconocerlos como iguales.

Administrar con prudencia la naturaleza humana y tener talento para consensuar, conseguir el respeto y no la sumisión de la mayoría y decidir libremente, una vez escuchados argumentos que te gustan y otros que no te gustan en absoluto, suele separar a los buenos de los malos. Que, por cierto, hay muy pocos buenos, porque ni llegan arriba los mejores ni los que apuntan formas son susceptibles de no perderse en el camino de mil modos diferentes. Hasta Ulises tuvo que atarse al mástil para no quedar seducido por los cánticos de las sirenas. Y ya ni hablamos de la fascinación por el poder y el instinto de conservarlo a cualquier precio.

Hubo un tiempo en que creí que al elegido debía serle susurrada un millón de veces, para que no se envaneciera, esa frase del esclavo al César cuando le era concedido un Triunfo: «Recuerda que eres mortal». Ahora ya sé que no funciona en absoluto, pueden creerme, sé de lo que hablo. Escuché a Felipe González el domingo pasado: «A mí siempre me ha interesado más la política que el poder». Me too.

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