Ante este panorama político, cualquier experto, sin conocer antecedentes, concluiría que en España huele claramente a elecciones. Ciudadanos y Podemos se alían para modificar la injusta ley electoral; Pedro Sánchez recorre el país en asambleas abiertas movilizando a su partido; el PP propone endurecer las penas de prisión para «buscar cercanía con los ciudadanos» apoyándose en el caso Diana Quer y otros asesinatos; el PNV pide un nuevo estatuto que reconozca el derecho a decidir, aunque todo por vía legal y no a la brava, como los independentistas catalanes.

Huele a elecciones y no tocan. En 2019 tendremos un domingo súper electoral, el cinco de junio, con europeas (nos corresponden por el Brexit cinco eurodiputados más), municipales y autonómicas en 13 de las 17 autonomías. Ese día puede haber un vuelco porque hay mucho poder en juego. Pero eso queda muy lejos y, antes, quien sabe si no se repetirán comicios en Cataluña, para sacarla del limbo político, si no se adelantarán a 2018 las regionales andaluzas previstas para el 2019 y, premio gordo, si no se harán inevitables unas generales anticipadas.

En las últimas semanas se ha disparado la tensión en el pacto de gobierno PP-Ciudadanos, por no decir que se ha roto el acuerdo inicial, que apenas se cumple. En la Convención de los populares en Córdoba le dedicaron la sesión a Ciudadanos. Que si no saben gobernar, o que si no se atreven, vinieron a decir fustigándolos. El ejemplo favorito de Maillo, secretario general del PP en la práctica, está mal elegido: arremete contra Inés Arrimadas porque no se somete a la investidura en Cataluña siendo el primer partido. Pues porque no tiene los votos suficientes. O sea, lo mismo que hizo Rajoy en 2015, lo que nos llevó a nuevas elecciones en aquella legislatura fantasma de seis meses.

La guerra fría PP-Ciudadanos irá a más porque el PP va a tener un mal año judicial a cuenta de corrupciones pasadas y el partido de Rivera no deja de subir en las encuestas. El CIS cocina a la baja y aún da al PP como primer partido, pero Metroscopia concede a los de Rivera seis puntos más que el PP, ocho más que a los socialistas y casi doce más que a Unidos Podemos. «Es algo puntual que ya pasará», dicen los populares. O no. Se han detectados movimientos de concejales populares llamando a la puerta de Ciudadanos en varias autonomías porque están cansados de tanta noticia judicial.

Sin duda la crisis catalana proyectó con fuerza el partido de Albert Rivera con rédito en toda España y reconocimiento del Financial Times y The Economist («Rivera es el político español más sugerente»). Pero ese conflicto también ha distanciado al PNV de Rajoy, que con una factura desorbitante, como siempre y sin IVA, estaba dispuesto a aprobar los Presupuestos del Estado. El conflicto catalán remite al concepto que el malogrado politólogo Nikos Poulantzas explicaba en París: la autonomía relativa del Estado. Es decir, los gobiernos pasan y remodelan a veces el Estado pero el Estado tiene vida propia. De modo que el magistrado Llarena combate el secesionismo por su cuenta, al margen de que Rajoy ordene, o dormite. La maquinaria del Estado, incluyendo a su jefe máximo, el rey Felipe VI, no quiere independencia de Cataluña y ha quedado suficientemente claro.

Entretanto en Cataluña sigue lo que Joan Manuel Serrat llama el «festival del disparate». Lo que son las cosas: Esquerra aparece ahora como la fuerza más sensata y realista -tener a su presidente en la cárcel le obliga a aterrizar- mientras la antigua Convergència pujolista se ha echado al monte delirando con un gobierno en Barcelona que dependa de un presidente exiliado en Bélgica. Con buen criterio, Artur Mas se bajó en marcha y Pujol está más escondido que nunca. Los sensatos dejaron los puestos -los consellers Jané y Mas-Colell, por ejemplo- o dimitieron, como Santi Vila. Los que quedan son más bien el club de fans de Puigdemont y peregrinan a Waterloo como otros van a Lourdes. Es cuestión de fe. El problema de escapar de España, es como volver.