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Mucho frío

Con frío saben peor los trabajos y los días, el amor y el esfuerzo cotidiano de la resistencia

Todo el mundo habla del frío. Los telediarios, los boletines de radio, las portadas de los periódicos y hasta los gorriones en la calle hablan del frío. Qué tendrá el frío que da tanto para comentar.

Tiene frío la luz, y la espuma de las olas, las abuelas y los niños que van al colegio tapados hasta los ojos. Y tiene frío la buganvilla que me invade la ventana (en la que apenas sobreviven unas pocas flores y no sé si Onetti, el camaleón que vive entre sus ramas), y tiene frío también mi gata, que no me deja escribir buscando un poco de calor y ya de paso unas caricias.

La mañana apenas atina a poner la luz donde debe porque ha salido sin guantes y está aterida, como cualquiera, como lo está también mi primera sombra mientras camino hacia la caldera, hacia mi esclavitud por horas pensando en que, como todos, merezco un futuro mejor y más cálido y más libre. Con frío saben peor los trabajos y los días, el amor y el esfuerzo cotidiano de la resistencia. Está gélida la calle. Por ella corren rachas heladas, un frío en oleadas que se ha metido en nuestras vidas y ahí estamos, todos hablando de él y tiritando por las esquinas, frotándonos las manos como usureros de última hora.

Tal vez solo sea una impresión mía, pero últimamente los inviernos son más fríos, aunque sepamos que el invierno es uno y repetido y que todos los años viene a ser, poco más o menos, la misma cosa, el mismo paisaje y las mismas nieves, siempre las nieves de antaño por las que se preguntaba Villón, el primer maldito, que como todo maldito seguro que pasó mucho frío y muchas intemperies.

Yo, que soy tan meridional, no me llevo bien con el frío. Me molesta su habilidad para la puñalada a traición, para acobardarnos, para hacer que todo parezca viejo, de hace muchos años. Me agrada solo a pequeños sorbos, nada más que en ocasiones muy contadas, como cuando a un grupo de malagueños nos pillo en Rusia el invierno más frío en ochenta años y, cuando cada día nos levantábamos con cuarenta grados bajo cero, uno decía: "?y por la tarde refresca".

No me gusta el frío porque es grosero, porque tiene aires de dictador, porque se impone y domina nuestras vidas y nos hace andar por las calles encorvados, como quien tiene miedo de algo terrible pero impreciso. No me gusta el frío porque cuando se te mete en el cuerpo te invade una terrible sensación de desamparo que te hace sentir frágil y desvalido. Si tienes frío tienes, inevitablemente, algo de niño abandonado por el que nadie pregunta.

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