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Puertas al campo

Democracias poco democráticas

En democracia, de los políticos se espera que tengan ideas claras y que las persigan con inteligencia. Del resto, se espera que tengamos dudas sobre cuáles nos convienen más y, por tanto, que obremos consecuentemente sea en las urnas o en la calle. Esperanzas frustradas.

Por lo que toca a los políticos, los hay, no todos, que son capaces de decir hoy una cosa y mañana su contraria. Ejemplos abundan. Del «OTAN, de entrada, no» a «viva la OTAN para que nos dejen entrar en la CEE», del «no es no» al «abstención, pero sí», del « Pujol, enano, habla castellano» en la noche electoral al «hablo catalán en la intimidad» a los pocos días y en TV3 o, recientemente, del furibundo euroescepticismo declarado en Bruselas al entusiasmo europeísta del día siguiente. Son los precios que hay que pagar para conseguir algo más importante que tener ideas e intentar llevarlas a la práctica, a saber, conseguir el poder. Conozco políticos con ideas y con coherencia, pero me temo que los ejemplos que acabo de dar son más frecuentes de lo que la democracia exigiría.

Pero es que hay más. En el caso, hipotético en algunos personajes, de que tengan ideas más allá de conseguir el poder, la ambigüedad con que se expresan hace pensar que, en verdad, no hay tales ideas. «Hacemos lo que hay que hacer», trabajamos por «el bien común» o «el interés general» o por la «nación» o por «la gente». Formas de decir sin decir nada, cosa que, además, se puede aderezar con una buena dosis de mentiras públicas vs. privadas.

Pero nosotros tampoco salimos bien parados cuando se compara nuestro comportamiento con el bello ideal democrático de capacidad electoral para cambiar de gobierno: ese sencillo procedimiento, resultado de comparar lo que vemos (si es que lo vemos) con lo que queremos, pero en términos de nuestros intereses, no de nuestras identidades o cualquier otra idea nebulosa.

Esto sucede, primero, por ignorancia. Vayan dos ejemplos lejanos. Hace unos años se publicó en los Estados Unidos una encuesta que demostraba que, a propósito de Ucrania, los más partidarios de que su país la atacase era directamente proporcional a su ignorancia: a más ignorancia de dónde estaba el país, mayor entusiasmo en atacarlo. Es normal no saber dónde está un país (en mi bachillerato me suspendieron varias veces en Geografía y, por decirlo todo, una vez en Formación del Espíritu Nacional). Pero llama la atención que, en una encuesta posterior, los entrevistados dieran opiniones rotundas sobre la oportunidad de atacar a un país inexistente (excepto en el cine, Abrabah, o como ciudad jordana). Pero lo curioso era que los que se clasificaban como Republicanos eran mucho más partidarios que los Demócratas que, por su parte, mostraban mayores reparos para tal aventura.

El mayor acceso a la información hace crecer también la conciencia de la propia ignorancia, así que una reacción comprensible es sustituir razonamiento (y duda) por sentimiento, identidad, entusiasmo o desinterés. Cada uno va por donde puede, y deben de ser pocos los que plantean el asunto en términos racionales: el voto es un medio para conseguir un fin y ese fin ha de quedar claro? sabiendo que es imposible y que, por tanto, nos podemos equivocar en nuestro voto y, entonces, podremos pensar en otra forma de votar la próxima vez. Claro que hay cambios de voto, pero me temo que están en la línea de esa nuestra titubeante democracia: sustituimos un sentimiento por otro. Sentimiento que sabemos es «verdad» por el mero hecho de que lo compartimos con otros forofos.

Algo debe de haber de eso cuando hasta la presidencia de Italia ha pedido que los partidos propongan políticas realistas, es decir, que no mientan, para que así los italianos puedan votar aceptablemente y no como quien se ilusiona o entusiasma con su equipo de fútbol, cosa esta última admisible aunque no sea más que, excepto en el caso de enfrentamientos violentos entre hinchas, porque no tiene efectos, excepto fiscales, para el «bien común» o «interés general».

De todas formas, lo curioso de este asunto es que este reconocimiento de la propia ignorancia y su sustitución por «certezas» basadas en el sentimiento, vaya acompañado por un rechazo a los que saben. Es posible que eso se deba a la proliferación de tertulianos sabelotodo, aplaudidos en el plató. Vaya usted a saber.

¿Qué nos queda? Ser más exigentes con nuestros representantes y, por otro lado, practicar la duda metódica que ya se aconsejaba hace como trescientos años.

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