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José María Asencio

Vuelva usted mañana

José María Asencio Mellado

Fe y realidad

La fe en cosas terrenales, anudadas al poder y la ambición y fuente del fanatismo y de la confrontación irracional, está en la raíz de los mayores dramas históricos. Pero, fuera de estos extremos, suele revelar conductas que transitan entre ridículo y la expresión de la simplicidad de la división infantil del mundo entre buenos y malos absolutos. Inocencia o interés a partes iguales, seguramente.

La fe lleva, no obstante, a confesiones y arrebatos que el tiempo en ocasiones pone en entredicho, quedando el incondicional expuesto ante todos. Y ahí, cuando la fe se ve demostrada como virtud arriesgada en cosas y personas terrenales, aparecen las grietas y los lamentos, sobre todo porque la sociedad no perdona a los crédulos, máxime si el arrojo y el amor demostrado no son fruto de una auténtica bondad, sino exigencias del guión del partido para prosperar en esa cosa de la política.

Muchos son los ejemplos de creyentes en sus compañeros que se han visto obligados a hacer, cuanto menos, mutis por el foro, sometidos a la opinión pública que, en lugar de quedarse en la mofa al ridiculizado, con poca caridad, cierto, ha entrado a saco en la defenestración del filántropo inocente en apariencia, aunque tratado con rigor, mero interesado. Recuerden a Felipe González cuando unió su destino al de Alfonso Guerra, que nunca fue imputado por cierto; o las declaraciones de amor de Rajoy a Camps que, no lo olvidemos, tampoco ha sido condenado. Pero, en todo caso, tales arrebatos de pasión, expresiones de fe en el partido y sus miembros como presunción iuris et de iure de honorabilidad, pasan factura cuando se aprecia que no es tanta la virtud propia como se cree y que el pecado o el delito, cosas distintas, se reparten equitativamente entre todos los mortales.

La fe en la honestidad absoluta de los propios se ve compensada con la absoluta herejía imputada a los extraños, siempre culpables hasta que no se demuestre lo contrario. Extraña demostración de racionalidad o de libertad, vaya usted a saber, al menos eso es lo que se desprende de lo que en privado imputan a sus compañeros, auténticos enemigos en la pugna.

He visto en estos días, ante la denuncia a Chulvi, una avalancha de creyentes en su honorabilidad, incluso el presidente de la Generalidad, que han ensalzado al denunciado y mesado sus cabellos ante la osadía de querer imputar a uno de los suyos. No entro en el fundamento de la imputación. No lo conozco y no opino de asuntos sometidos a proceso. Para condenar o absolver están los jueces, es su trabajo, no la sociedad, ni los partidos, ni siquiera los abogados. Pero, afirmar fe absoluta en alguien o algo solo por la pertenencia a un partido y el cargo que ocupa, es síntoma de excesiva fe, poca libertad si responde a exigencias de apoyo incondicional y futuro en la organización o, sencillamente, de un entusiasmo desproporcionado.

Podría pasar, como tantas veces ha pasado, Dios no lo quiera, que sea verdad lo imputado y los palmeros queden en mal lugar y descompuestos. En tales casos, cuando de políticos se trata, que no de amistad limpia y pura, se suelen producir tres reacciones en los afectados por el patinazo.

La primera, honrosa, guardar silencio y resguardarse con el ocultamiento del ridículo. Esperar a que pase la tormenta. La segunda, reconocer el error y cargar contra el irresponsable que engañó a todos y a todo. Posición ésta normal en los partidos cuando se espera obtener fruto inmediato de la rapiña y recoger los frutos que deja el muerto en vida. Y, la tercera, criticar al Poder Judicial, a los tribunales, acusándolos de parciales y de estar sometidos y vendidos a la reacción. Esta postura es más frecuente, comprobado está, en la izquierda que en la derecha. Esta última, generalmente, acepta con más deportividad que los cacen como consecuencia de asumir el riesgo de hacer lo indebido. La izquierda, por ese estúpido convencimiento de superioridad moral que tienen algunos solo por confesare como tales, se siente atacada y vejada incluso cuando el hecho es notoriamente ilícito, siendo frecuente el ataque a los magistrados en cuyo árbol genealógico haya alguna reminiscencia del franquismo que, como todos sabemos, como crítica, sirve para un roto o un descosido, bálsamo de Fierabrás ante la falta de argumentos y útil para calificar desde el vecino, al árbitro si no nos gusta lo que hace.

Esta última salida, la del ataque al Poder Judicial, se comporta a veces como un aviso a navegantes de lo que puede desatarse caso de no juzgar debidamente conforme a lo políticamente correcto. Una presión inaceptable que debería obligar a quienes ocupan cargos públicos a mantener silencio cuando se trata de materias que competen a otros poderes del Estado. Fuera de la pugna entre partidos y de los partidos mismos, hay vida, aunque algunos no lo sepan y la separación de poderes obliga a comportamientos dignos con la democracia. Puig debería haber guardado silencio por su posición institucional. Si se equivoca, menoscabará la imagen de que representa. Y eso está feo señor presidente.

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