En su acepción vulgar un solipsista es el que cree que sólo existe su yo, que la realidad que le rodea es imposible de conocer, algo aparente, mera emanación de su propia mente. Justo lo contrario de quienes afirman que hay una realidad externa y que la comunicación entre seres humanos no sólo existe sino que es la base sobre la que se configura una sociedad.

Siendo un clásico de la filosofía (muchas veces refutado y otras tantas de vuelta al candelero) el solipsismo está presente en la literatura y en las artes de todas las épocas, en las narrativas históricas y en la indagación psicológica, como expresión de un subjetivismo radical.

Muchos opinan que la nuestra es una época especialmente propicia al solipsismo, en la que abunda la exaltación del individualismo, de la mano de Internet, así como la proliferación de líderes y creadores de opinión que, ante la perspectiva de plegarse a una realidad molesta, que no se atiene a sus dictados, optan por negarla.

Toda la cultura posmoderna de New Age ?en la que queramos o no estamos instalados? está atravesada por esa extraña sensación de que lo material, la realidad, puede ser sustituida por la magia de las palabras; que la diversidad de intereses (de las distintas subjetividades que habitan en el espacio global) puede ser unificada y manipulada por medio de conjuros lingüísticos, pasajeros, cambiantes, que se abren camino en medio de la oleada de mensajes que circulan por la Red.

El solipsismo adquiere también dimensiones colectivas. Se dice, con razón, que la izquierda, desde la caída del Muro, ha entrado en fase solipsista, y que una parte de ella al menos -la que se tiene por más posmoderna y vanguardista-, incapaz de entender los acelerados cambios que experimenta la realidad, ha abandonado el materialismo (que al fin y al cabo es una visión objetiva de la realidad) y se ha refugiado en el laboratorio de los hallazgos lingüísticos, en los «significantes», como si ellos por sí solos pudieran modelar la realidad, modificarla y transformarla. A menudo esa izquierda despistada, juega un papel indecoroso en los conflictos limitados que se dan como consecuencia de los más graves y sistémicos del capitalismo, como los que estamos atravesando.

El conflicto catalán es un buen ejemplo de conflicto posmoderno, el triste epitafio del movimiento 15-M. A pesar de la exaltada narrativa del independentismo, que se vale de una retórica decimonónica, es evidente, para sus propios actores, que carece de base material, e incluso de verdadera épica, ya que nadie, entre ellos, está dispuesto a morir, sino más bien a recuperar su vida cotidiana y burguesa, en cuanto se pueda, a ser posible fuera de la cárcel, sin más traumas.

En el patético retablo de las maravillas en que se ha convertido el conflicto catalán, la gran contribución de esa izquierda despistada, solipsista, ha consistido en proporcionar el vocabulario de combate, a manera de munición, («proceso constituyente»; «régimen del 78»; «no nos representan»; «derecho a decidir») el cual, inmediatamente, ha sido metabolizado por los independentistas de la bandera de la estrella solitaria, con la que tapa sus vergüenzas e hipnotiza a lo que llama su pueblo.

El balance final, como suele ocurrir cuando el nacionalismo penetra en el conflicto social, no ofrece duda: las elites institucionales de Cataluña y España han resultado victoriosas por ahora, y se disponen a sustituir a los viejos actores desgastados, lastrados por la corrupción, por partidos-relevo. La izquierda, que hoy es plural, tiene que despojarse del solipsismo, de considerarse su propio centro, y aterrizar en una realidad en la que hay muchas cosas que cambiar.