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Jesús Javier Prado

Oído, visto y oído

Jesús Javier Prado

Amigos

Cada vez que veo algún capítulo suelto de Friends en cualquier canal digital, más me reafirmo en la idea de que la amistad está totalmente sobrevalorada: amigos para siempre, quien tiene un amigo tiene un tesoro, amigo del alma, no hay nada como tener amigos... Frente a la rastrera y odiosa familia («a tu familia no la eliges, a los amigos sí», te repiten una y otra vez machaconamente, desde pequeñito: como si uno eligiera bien, siempre), toda la sociedad se confabula para colocar el concepto de amistad en un pedestal inalcanzable e inmaculado en todo lo alto de la pirámide de Maslow, que la realidad siempre se encarga de desmontar. ¿No eran tan amigos Felipe y Guerra, Cristiano y Mourinho, Camps y El Bigotes, Vargas Llosa y García Márquez, Lennon y McCartney?

Está científica y sentimentalmente comprobado que los amigos, los verdaderos amigos, no dan más que disgustos: nunca te aconsejan lo que debes hacer sino lo que quieres oír, te cogen libros y discos que nunca volverás a ver, tratarán de ligar con tu hermana, te pedirán dinero que nunca devolverán. No hay cuñado en el mundo (¿se imaginan a uno de sus cuñados, robándoles un libro? Venga ya...) que pueda llegar a ser tan ruin como un buen amigo. «Mi patria son mis amigos», he oído decir a algún intelectual cursi: pero qué patria ni qué narices, hombre, si los amigos son (somos: yo también ejerzo de vez en cuando, lo reconozco) en general un poco gorrones y aprovechados, puñeteros y picajosos, envidiosillos, y generalmente estamos solo a las maduras (para las duras ya está la odiosa familia, claro).

Vas a comparar, por dios, a un hermano con un amigo: un hermano te sufre desde pequeñito, y te conoce y te quiere como eres, con tus miserias y con tus defectos. En cambio, un amigo te deja tirado a la primera de cambio («has traicionado mi amistad», te dice a la que menos te esperas, todo indignado). ¿Se imagina usted a su hermano pequeño diciéndole «has traicionado mi hermandad»? Pues no, porque no son (somos: también ejerzo, de hermano) tan pomposos, ni se dan tantas ínfulas, ni se creen el centro del universo por ser tu hermano (o tu tío, o tu primo, o tu padre: yo es que soy muy de la familia de sangre). En cambio la amistad va siempre alardeándose («yo es que soy amigo íntimo de fulanito, desde hace mucho...») como si se tratara de un título nobiliario.

El otro día quedé con uno de estos especímenes. Vive en Elda, pero se acercó a Alicante a un cursillo de no sé qué. «Llévame a algún sitio nuevo a cenar, que te toca invitarme», me dijo por teléfono, sin darme opción a réplica. Nada más verme me dijo que estaba más gordo, con menos pelo, y que el traje que llevaba me hacía antiguo. Ah, y que pidiera un buen vino, que había que celebrarlo. «¿El qué?» le dije. «Nuestra amistad», me respondió. «Hace más de treinta años que nos conocemos, así que tenemos que celebrarlo». Iba a empezar a echarle la bronca, pero no sé cómo empezamos pronto a criticar al alimón a Zidane, a las gafas de Soraya, a Operación Triunfo, a Woody Allen y al FMI. Luego empezamos a rememorar todas y cada una de las desastrosas acampadas que hicimos en nuestra descerebrada juventud, con todos y cada uno de sus descerebrados detalles. Hicimos un inciso para arremeter contra el procés, las fake news y la caza de brujas que le están haciendo al azúcar, y también nos quejamos amargamente de que en nuestra época juvenil no existiera Tinder, ni campos de hierba artificial para jugar al fútbol, ni que estuviera bien visto tomar chuches. Finalmente, pasamos revista una por una a todas aquellas que quisimos que fueran nuestras novias y no lo fueron (esto fue lo que más tiempo nos llevó: malditas seáis, allá donde estéis...). Tres horas y cuarto después y con ochenta y nueve euros menos en (mi) cuenta, tiramos cada uno para nuestro redil. Son (somos) unos cabrones, pero hay que ver lo bien que se lo pasa uno con ellos, con los amigos...

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