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Niños de hoy

¡Velo, qué bonito!

Este mes de junio pasado leí en un libro de Antropología de la educación: «Vélo qué bonito», de Ana Mª Arango Melo, el comentario de una madre indígena de la tribu de los afrochocoanos de Colombia, Marta Milena Moreno Mosquera: «Para mí fue muy importante que mi hija comenzara a bailar desde muy pequeñita. Porque si los niños no se mueven desde pequeños se les pegan los huesitos. Les quedan pegados los huesitos y después no se pueden mover bien. O sea que cuando un niño no se sabe mover bien es porque la mamá no lo hizo moverse desde pequeñito y por eso se le pegaron los huesos». El valor que le otorga esa comunidad al movimiento, representado por el baile, es tan importante, que la madre llega a culpar a quienes no ayudan a sus hijos a moverse, dando por sentado que si un niño no aprende pronto a desarrollar el movimiento, quedará impedido y a falta de flexibilidad, soltura y salud durante toda su vida. Piaget, el prestigioso psicólogo y biólogo suizo, estaría muy de acuerdo con esta señora. Hace años ya dijo que: «Todo acto inteligente ha sido antes conducta motora», afirmación que he podido comprobar una y mil veces viendo aprender a mis alumnos, a base de explorar, curiosear, manipular, desplazarse, jugar. Moviéndose aprenden las nociones espaciales, las posibilidades de su cuerpo, las cualidades de los objetos, la manera de relacionarse con los demás, la forma de hacerse entender no verbalmente, el gozo de sentirse capaces, la libertad en los gestos... Pensemos que el niño viene del mundo de las sensaciones, del cuerpo, de la voz, de la caricia, así que las herramientas principales con las que estructura su psiquismo son: los sentidos, el movimiento, el desplazamiento, el ritmo, la cadencia, el afecto y las palabras, que le son regaladas por el adulto de referencia para que comprenda el mundo. Si un niño está suficientemente cargado de energía y amor, si la madre o el padre han confiado en sus posibilidades y le han otorgado su presencia cariñosa y sus palabras, el niño crecerá con autonomía y seguridad en si mismo, se moverá, hablará, aprenderá y se relacionará con la fluidez necesaria.Sin embargo, la cultura escolar aboga por la quietud y el silencio. Seguramente como supuestos símbolos de la concentración y el estudio. Seguramente queriendo «pre» y «sobre» escolarizar a los niños pequeños para que «adelanten», por estas precocidades de ahora que buscan rapidez y excelencia en los resultados, pero olvidan las necesidades de los niños. Seguramente creyendo que esta escuela de ahora es la misma que la de antes, cuando se empezaba la escolarización a los 5 o 6 años, cuando se jugaba en las calles, cuando se trabajaba tempranamente e ir a la escuela era una suerte y casi un privilegio.Es como si la «cultura» escolar no se creyera que el niño puede avanzar a base de «naturalidades» (comer, tocar, correr, mirar, querer, buscar...), como si necesitara sentir que el saber escolar es algo absolutamente imprescindible, como si del niño apenas considerara una parte: la cabeza, «el piso de arriba», aquel lugar donde supuestamente se contendría el «pensamiento puro». Como si no entendiera que la identidad, el equilibrio y la madurez se van alcanzando a base de desear crecer, de ilusionarse con ser autónomo, de querer alegrar a los padres... motivos muy del «piso de abajo», el emocional, el gran olvidado de la escuela, al menos hasta ahora. Por suerte somos cada vez más los maestros que estamos queriendo incluir en nuestras clases el cuerpo y el movimiento. Es decir, el mundo primitivo y pulsional del que venimos. Estamos queriendo incluirlo en el marco de la escuela infantil, afincada en el pasado reciente del nacer y el crecer. Estamos queriendo dejar de ignorar que el cuerpo nos tiene, nos contiene, nos presenta y nos representa. Que sufre cambios, que vive de superar procesos, y que, si buscamos la salud, no podemos vivir sin él. Sin embargo, desde que el niño comienza a ir a la escuela, se le suele pedir que esté quieto, atento, limpio, formal y unas cuantas cosas más. Lo cual viene a ser silenciar el cuerpo. Como dice Neil Degrasse Tisson: «Pasamos el primer año de la vida de un niño enseñándole a caminar y a hablar, y el resto de su vida a guardar silencio y sentarse. Algo no funciona bien». Y creo que una parte de lo que no funciona bien es nuestro propio miedo a todo lo referente al cuerpo. En la vida social intentamos que no se nos noten el hambre, el cansancio, el sueño, las enfermedades, la fuerza, la debilidad, el estado de ánimo... Intentamos que el cuerpo esté «bien educado» y «sujeto» en cuanto a su «presentación» a la suciedad, al control de la agresividad, al deseo, al placer. En una palabra, intentamos «dejar al cuerpo en casa», en el ámbito donde todo empezó, donde se nos comprenden las debilidades, donde no hace tanta falta quedar bien, donde lo primitivo puede caber, donde los procesos se esperan y se confía en unos buenos resultados en un futuro próximo, porque media el amor. Pero la escuela es «el afuera», el sitio del saber, y allí están bastante relegadas las emociones, el placer, el movimiento, la libre expresión, los juegos, las dudas, los errores... Se quiere a los niños callados y quietos, aunque así se geste la apatía y las ganas de salir corriendo. Y tenemos que lograr que no ocurra más, porque lo bueno sería justamente lo contrario: que el niño en la escuela pueda mostrarse «de cuerpo entero», que pueda jugar, tocar, crear, expresarse, bailar y ser feliz.

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