El cachondeo que tengo montado en mi casa desde que el domingo este periódico publicó el reportaje, de tintes casi cosmológicos, que firmaban mis compañeros Miguel Ángel Rives y Manolo Alarcón sobre el descubrimiento de un 'agujero negro' en Xixona donde va a parar la basura, sin ningún tipo de tratamiento, de media Comunidad, el cachondeo en mi hogar, decía, es de aúpa. Les explico. Yo soy el «tonto», con perdón, que recicla en casa. Llevo años soportando con estoicismo la frase de mi mujer, realista y sabia a tenor de lo visto el domingo, de «da igual que separes: luego va todo al mismo sitio». Yo, que no seré un ciudadano ejemplar en lo demás, pero en eso sí, he seguido estos años adelante haciendo caso omiso de la leyenda negra: separando con paciencia en bolsas diferentes, cada una con su color, envases y plásticos, papel y vidrio. El resto, siempre orgánico, a otra bolsa. Tras esta trabajera, más deporte: un paseo de doscientos metros, cargado de bolsas, hasta los contenedores correspondientes. A pesar del esfuerzo, confieso que volvía contento, con la satisfacción del deber cumplido. No paraba ahí mi «cruzada», porque incluso hacía proselitismo con mis hijas, afeándoles su conducta cuando depositan algo en la bolsa no indicada, dando ejemplo para aleccionarlas sobre el cuidado del medio ambiente, el efecto invernadero y todas esas cosas tan importantes. Hasta la cocorota estaban de mí y mis reciclajes, pero el esfuerzo tenía sentido. Desde el domingo, cuando vieron el periódico y luego el vídeo en la web sobre el vertedero de Xixona, no me llega la camisa al cuello. Cada vez que tengo que tirar algo al cubo múltiple de basura que me compré hace años, oigo las carcajadas a mi espalda. Mi angustia crece por momentos. Antes creía estar haciendo las cosas bien, creía que formaba parte de una cadena de actos correctos, cívicos. Creía que estaba aportando un granito de arena para hacer el mundo mejor. Ahora sé que estaba haciendo el idiota. ¿O no?
