De Bélgica y de los belgas no me gusta casi nada, ni tan siquiera su héroe nacional que, consecuencia lógica, resulta ser un personaje de cómic, un dibujo de tebeo: Tintín. Tampoco me pareció nada ejemplar la colaboración de muy buen grado que Bélgica y los belgas prestaron a los nazis antes y durante la Segunda Guerra Mundial, según reveló un estudio histórico que el propio senado belga encargó a un grupo de expertos. Curiosamente, el creador de Tintín, Georges Prosper Remi «Hergé», coqueteó con el nazismo y fue considerado «rexista», partido filonazi creado por el nazi León Degrelle, fundador de la Legión Valonia de las Waffen-SS. Si a todo ello sumamos el sanguinario paso del genocida rey belga Leopoldo II por el antiguo Congo, con el asesinato de diez millones de nativos y la práctica de inimaginables torturas sobre ancianos, mujeres y niños, comprenderán que no es el país más digno de figurar en mi cuadro de honor de la excelencia. Y, qué quieren ustedes dos que les diga, con excepción de sus excelentes chocolates, tampoco la gastronomía belga es santo de mi devoción, incluidos los mejillones con nata. Pero como el ser humano debe aspirar a ser justo en su criterio diré que todo lo anterior no reza para artistas como Rubens, Pieter Brueghel el Viejo y el Joven, Patinir, Van Dyck, Paul Delvaux, Magritte o James Ensor, pintores de los que me reconozco ferviente seguidor (cada vez que visito el Prado me sigue fascinando la evocadora versión de «El paso de la laguna Estigia» de Patinir, enigmático y bellísimo cuadro capaz de hipnotizarte hasta la obsesión. De ahí que guarde con esmerado celo dos monedas para el barquero Caronte en la esperanza de que mi tránsito hasta los dominios de Cerbero sea epifánico).

Pero si la valoración histórica, de cómic y gastronómica de Bélgica y los belgas resulta un tanto sombría, deviene en patética desde que un recurrente personaje de tebeo, el gerundense Carlos Puigdemont, decidiera instalarse allí emulando una de tantas aventuras de Tintín («Tintín y los pícaros», por ejemplo). Ya ven, puro cómic y pura ficción. El aspirante a presidente telemático ha encontrado en Bruselas ideal acomodo a sus desvaríos supremacistas y antidemocráticos merced al alto grado de comprensión que buena parte de la sociedad belga le ha dispensado, similar a la que tuvo con su rey Leopoldo II y con el nazismo. Y de otro lado, Bélgica ha encontrado en tan pintoresco personaje (me refiero Puigdemont) una suerte de democrático bálsamo purificador que le permite restañar sus antiguas heridas antidemocráticas. Tintín en Bruselas.

Sin embrago, el independentismo miope y aldeano, supremacista y xenófobo, instalado en Cataluña, no se conforma con el teatro belga, escenario que le queda un tanto pequeño; de ahí que el líder máximo del circo máximo, Carlos Puigdemont, diera un paso más al frente haciendo recalar su egregio cuerpo y su privilegiada mente en la pequeña y añorada Dinamarca. Es el escenario perfecto para representar la obra perfecta: «La tragedia de Hamlet, Príncipe de Dinamarca». En el caso que nos ocupa, en Copenhague, se representó la obra teatral perfecta: «La tragicomedia de Carlos, Soberano on line». Pero cuando se hacen trampas con la historia, con la cultura, con la democracia, con la libertad y con la verdad, entre las bambalinas del teatro siempre hay un espíritu que viene para recordarte quién eres, qué es lo que estás haciendo y cómo lo estás haciendo. Dicho espíritu se le apareció a Carlos el Soberano en forma de profesora universitaria, Marlene Wind. Y la muerte política del discurso de Puigdemont no vino en forma de veneno al oído, como en Hamlet, sino en forma de incisivas preguntas que el oído del huido tuvo que escuchar: «Votasteis a favor de la Constitución. ¿No debe ser esta respetada?»; «¿No son ustedes unos malcriados que están intentando librarse de los pobres?»; «¿Los Balcanes son su modelo político ideal?»; «Usted ha venido a Copenhague a montar un circo político», le espetó Marlene Wind. Lástima que estas claras y contundentes preguntas no se le hayamos escuchado a casi ningún periodista español, casados éstos con la aparente tolerancia, con el discurso de lo políticamente correcto; acomplejados con el qué dirán, con la supuesta baja calidad de la democracia española. Tuvo que ser el retintín de una profesora danesa el que avergonzara al Rin Tin Tin de las causas perdidas.

Me aburre el independentismo catalán y sus inventores; me derrota la diletante y pusilánime actitud del Gobierno de Rajoy y Soraya -ahora en otro nuevo lío a costa del informe negativo del Consejo de Estado- frente a tantos años de ilegal desafío separatista. A mí me habría gustado hablarles del inglés Shakespeare, no tanto por Hamlet, sino por evocar la memoria de otra inglesa irrepetible e inmortal de la que el pasado día 25 se celebraba un nuevo aniversario de su nacimiento, Virginia Woolf. Hablarles de esa «habitación propia» que reivindicaba Virginia para su libertad, su independencia y su creatividad; hablarles del «círculo de Bloomsbury» y de Bertrand Russell; hablarles de los retratos que le pintaran Beresford y su hermana Vanessa Bell y que con tanta pasión consumo en la National Portrait Gallery de Londres; hablarles de «Fin de viaje», premonitorio título en las aguas del río Ouse donde Virginia se adentró para no volver jamás. Quería hablarles de Virginia Woolf, de esa grandísima mujer, no de los tebeos de Tintín ni de Rin Tin Tin.