Hace pocos días, el zafio presidente de Estados Unidos, Donald Trump, afirmaba desear que llegaran hasta su país inmigrantes procedentes de Noruega en lugar de los que proceden desde países a los que denominó como «agujeros de mierda». Es muy difícil encontrar en la historia reciente de las relaciones internacionales unas valoraciones públicas tan insultantes sobre terceros países, si bien también es cierto que hace tiempo que Trump sobrepasó todas las líneas rojas del respeto y del saber estar que deben exigirse a un mandatario internacional. Además de dejar constancia de los lamentables niveles de educación y respeto que tiene quien preside el país más poderosos del mundo, el mandatario estadounidense demostró desconocer por completo las dinámicas y procesos que estimulan los procesos migratorios. Claro que posiblemente lo que hizo fue sincerarse, al expresar su deseo de que a los Estados Unidos lleguen únicamente personas de piel muy blanca, rubios, altos y con los ojos azules.

Pero me temo que los deseos de Donald Trump no van a tener mucho eco entre los noruegos. No entra dentro de lo previsible que personas que viven en uno de los países con mayor desarrollo económico y social del mundo, con los más amplios niveles de prestación de servicios públicos y bienestar, con los más altos niveles de igualdad, comunitarismo, conciencia cívica y ética pública quieran dejar su país para irse a vivir a Estados Unidos, con uno de los más bajos niveles de protección social y cobertura médica entre los países occidentales, con mayores tasas de asesinatos y propensión a morir tiroteados, con mayores niveles de desigualdad y con menor presencia de mujeres en la vida pública. Nadie emigra para empeorar sus condiciones de vida y esa percepción ha sido, históricamente, uno de los motores esenciales de las migraciones a lo largo de la historia.

Si bien ambos países compartirían el tener niveles de renta per cápita muy elevados, de 59.384 dólares en el caso de Noruega y 57.638 para Estados Unidos, este indicador no refleja en modo alguno los modelos de país, de sociedad y de forma de vida tan opuestos existentes entre ellos, hasta el punto que Noruega encabeza buena parte de los índices mundiales de felicidad, de desarrollo humano y de bienestar, mientras que Estados Unidos se sitúa notablemente por debajo del país nórdico en todos ellos. Así, en el Índice Mundial de Felicidad que elabora las Naciones Unidas, un indicador compuesto que combina factores como el ingreso per cápita, la salud y las expectativas de vida, la libertad, la generosidad, el apoyo social, junto a la ausencia de corrupción en instituciones privadas e instituciones, Noruega está en primera posición mundial, con 7,5 puntos, mientras que Estados Unidos ocupa la decimocuarta posición con 6,9. También en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), el país nórdico se sitúa en primera posición entre todos los países del mundo, obteniendo 0,949 puntos, mientras que el país norteamericano desciende hasta la décima posición, con 0,920, al tiempo que Noruega es el país más solidario de todas las naciones occidentales, al dedicar a la ayuda al desarrollo de los países más pobres el 1,1% de su RNB (Renta Nacional Bruta), cumpliendo con holgura el famoso acuerdo que obliga a los países a destinar el 0,7%, mientras que, por el contrario, los Estados Unidos sería en este campo uno de los países más tacaños, dedicando un escaso 0,18%.

Ahora bien, más allá de los datos e indicadores, resulta mucho más valioso que tratemos de comprender por qué ambos países representan modelos de convivencia tan contrapuestos que no hacen atractivas las migraciones desde Noruega hasta Estados Unidos. Noruega ha sido capaz de construir una sociedad compleja que vive en una economía de mercado, pero que prioriza a las personas desde criterios de igualdad, solidaridad, defensa de una ética pública y unos valores cívicos compartidos por todos sus ciudadanos, en los que ha tenido mucho que ver el papel de una Iglesia Protestante que ha defendido estos principios en la sociedad. Los noruegos tienen un alto nivel de vida y perciben altos salarios, al tiempo que pagan también elevados impuestos como una forma de contribuir a ese Estado generoso que es una expresión de la solidaridad colectiva, en el que la más mínima corrupción o la exhibición impúdica de riqueza no tiene cabida. Noruega ha sabido combinar distintas políticas y enfoques para su sociedad, defendiendo una economía de mercado con planificación estatal, a través de un capitalismo donde hay colectivismo, combinando el realismo con el idealismo, ejerciendo una neutralidad sin renunciar a una poderosa influencia en el mundo, apostando por un desarrollo compatible con los mayores niveles de conservacionismo a una naturaleza apabullante a la que se rinde culto, habiendo alcanzado los mayores niveles de riqueza mundiales pero ejerciendo una solidaridad internacional que es ejemplar. Y todo ello sin ignorar problemas como la violencia de género, los suicidios o los altos niveles de alcoholismo que tienen mucho que ver con el aislamiento debido a su clima extremo.

Así que, efectivamente, presidente Trump, no estaría mal que Estados Unidos recibiera muchas más influencias de Noruega para que su país y su sociedad avancen como lo ha hecho este país nórdico.