Hoy, 28 de enero, celebramos la festividad de Santo Tomás de Aquino, patrono de las universidades.

Tomás era el hijo menor de los condes de Aquino, familia de tradición militar, natural de esa localidad cercana a Nápoles. Nacido en el Castillo de Rocaseca hacia 1225, a los cinco años fue entregado a los monjes benedictinos. Se dice que les preguntaba: «¿Qué es Dios?». En la abadía de Montecasino, pasó su infancia entre latines y salmodias, allí se forjó su decidida vocación de santidad y ciencia. Ingresó en la Orden de Predicadores en Nápoles y, posteriormente, fue discípulo de San Alberto Magno en París, quien le animaría a continuar sus estudios en Colonia. Poco después de retornar, impartiría docencia como maestro en teología en la capital francesa y en numerosas ciudades italianas. Asombraba su brillantez y la novedad de sus postulados, así como su vida sosegada, entregado en cuerpo y alma a la búsqueda de la verdad, a la que consideraba «un bien del entendimiento, el fin último del universo».

Sus biógrafos lo describen como un hombre moreno, corpulento e inusualmente alto que destacaba del resto, también por su inteligencia extraordinaria y su actitud serena y silente. Apodado por sus colegas «el buey mudo», Alberto Magno pronosticó que con su saber, el buey daría tales mugidos que resonarían por el mundo entero.

Su obra por excelencia, y la última, la Suma Teológica, es un tratado de teología impregnado de filosofía. Según la doctrina, en sus razonamientos no existe tensión entre filosofía y teología, razón y fe, ni absorción de la una por la otra.

A la luz de las categorías aristotélicas, sobresale la consideración tomista de la ley como «cierta ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad».

El llamado «príncipe de los teólogos», relacionó el cristianismo con los principios aristotélicos. Según se ha dicho, «cristianizó a Aristóteles». Con anterioridad, la concepción racional del universo preconizada por el Estagirita era considerada peligrosa y los saberes peripatéticos, prohibidos.

Al final de sus días, presa de un ensimismamiento místico, dejó su obra inconclusa al considerarla carente de valor en comparación con las revelaciones divinas que había experimentado. «Non possum», decía. Murió en la abadía de Fossanova, mientras se encaminaba al Concilio de Lyon.

La autoridad del Aquinate todavía ofrece al magisterio universitario algunas sentencias que reconocen un valor esencial a las palabras del maestro: «De todos los signos sensibles que el maestro propone al discípulo, los más importantes, sin duda, son los verba doctoris».

El pasado viernes, la Universidad de Alicante celebró la festividad de su patrono con el solemne acto de investidura como doctor «honoris causa» del catedrático de Genética Molecular de la Universidad de Exeter, Nicholas José Talbot. Su padrino, el catedrático Luis Vicente López Llorca, desgranó en la laudatio el curriculum del doctor y su contribución al conocimiento de las enfermedades vegetales, especialmente, la que afecta al cultivo del arroz, el denominado «quemado del arroz», provocado por un hongo.

En definitiva, las investigaciones del profesor Talbot tienen una importancia decisiva para minimizar el impacto de la infección en las cosechas, evitar la contaminación del suelo y el agua por el uso de fungicidas y combatir esta grave amenaza para la seguridad alimentaria.

Por fortuna, el reconocimiento de la ciencia y de la autoridad doctoral con la concesión del sumo grado académico es aún la esencia de las hermosas ceremonias universitarias conmemorativas del Doctor Angélico. El argumento decisivo en los discursos laudatorios y doctorales es la propia inteligencia, en suma, la sublimación del esfuerzo académico perseverante al servicio del bien común.