Recuerdo nítidamente (que hay hechos que se graban a fuego) la tarde remota y negra en que un cura intentó violarme. Yo era entonces un rapaz de hasta doce o trece años, modosito, adoctrinado y temeroso de Dios, que se decía entonces. Fue en el convento de los Dominicos, en Salamanca donde, a menudo, entraba a confesar mis bellaquerías, que no pasaban de haber contestado mal a mi padre o haber dirigido rijosamente la mirada al culo de una señora (todo el mundo sabe que las faldas de tubo que llevaban entonces las señoras eran poco menos que un pecado mortal) monstruosidades éstas que le atormentaban al niño inocente y semi castrado que era entonces. ¿Qué era si no una castración en toda regla ese miedo al pecado que nos metían en el cuerpo, esas imágenes dantescas del fuego del infierno que usaban para fabricar sumisos y mentecatos? Es el caso que aquella tarde me arrodillé delante de un señor con sotana y empecé a contarle mis «abominaciones». Al parecer, al notas le entró la urgencia y fue directamente al grano: «¿Te tocas? Cuando te tocas ¿piensas en hombres o en mujeres?» Con una rapidez felina me atrajo hacia él. Tenía su cara mofletuda en mi cara. Notaba su sudor, los cañones de su barba y un incipiente jadeo. Mi inocencia no me impidió reparar en que el tipo se estaba poniendo conmigo como una moto como tampoco impidió que cerrara el puño para endosarle el único puñetazo que he dado en mi vida a nadie. Ahora bien, el hostión fue de órdago a la grande, que aún recuerdo el crujir de algo, como de cartílago astillado en los nudillos. Sí, creo que el sopapo surtió efecto a juzgar por los ayes lastimeros que dejé atrás. Salí de la iglesia hundido, triste, lleno de rabia y con la sensación de que mi vida había dado un vuelco. Había nacido un fiero anticlerical, cosa que, andando el tiempo, le agradecí profundamente al monstruo del confesionario.

Esta pública declaración (nunca hasta ahora conté a nadie el luctuoso episodio) quizá resulte baladí e intrascendente en comparación con las atrocidades que se van destapando. Sí, sé que las generalidades son odiosas, pero cuando los «casos aislados» copan tantas hectáreas con su estiércol, es inevitable que a alguno le dé el calentón y no deje títere con cabeza. Como el valiente cura de L´Alfàs del Pi, don Miguel Ángel Schiller quien quiere salir de este negocio de corrupción que es la iglesia (sic) Sí, parece ser que algunos, muchos, legiones de misacantanos con espolones no entendieron muy bien o tergiversaron atrozmente aquello que dejó dicho Cristo: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Bueno, en general no entendieron o no quisieron entender nada de lo que dijo un chaval de Galilea al que dieron matarile por decir verdades como puños. No sé si el Cristo es leyenda, mito o historia, pero sus verdades son reales, aunque nadie las aplique y menos que nadie, la iglesia católica que presume de representarle en la tierra. La iglesia siempre ha sido oropel y fanfarria, pompa, vanidad y una máquina bien engrasada de hacer dinero al arrimo del poder. Poco importaron dictaduras, guerras y holocaustos que allí estaban ellos del brazo del leviatán de turno. Papas versus sátrapas. Repare el avezado lector en que versus también significa «hacia». Lo más atroz, casi tanto como la felonía en sí de los miles de casos de pederastia, es el silencio de los demás, de los que también abominan de ello, pero callan, que es una forma de otorgar. Otra de las declaraciones del padre Miguel Ángel dice textualmente así: «El clero de hoy tiene miedo a pasar necesidad, por ello somos capaces de compartir plato con Satanás». Sí, puede que el miedo a pasar necesidad les haya hecho cómplices de esta bacanal satánica, de este enésimo círculo infernal del Dante, de esta atrocidad. Quizá la necesidad del clero está muy por encima de la necesidad del común de los mortales. Quién sabe.

A ver si cunde el ejemplo y saltan al ruedo ibérico más valientes como el cura de L´Alfàs, en todos los órdenes, para dejar en cueros vivos a esta pantomima, a esta burda patraña, a este guiñol sin gracia que llevamos padeciendo tanto tiempo.

Por mi parte, ¡con dos cojones, mosén! La cabeza bien alta.