La ciudad parece haberse instalado en el apuntalamiento. No es que la gestión municipal del equipo que encabeza Carlos González esté paralizada, como claman a piñón fijo desde la oposición, es que parece necesitar cada vez más puntales para sostenerse en pie. Es raro que a ninguna de las dos facciones del PP se le haya ocurrido esta analogía (ni siquiera al presidente-aspirante Pablo Ruz, que está a la que salta) a raíz del asunto del edificio de Nuevos Riegos El Progreso. Ahí lo dejo, por si están faltos de ideas fuerza. Y es que a los ya recurrentes y mohosos asuntos del hotel de Arenales y del Mercado Central, metidos en un bucle espacio-temporal de no te menees, se añade ahora el del inmueble de la plaza de la Constitución -o del Pinyó, para los más atávicos-, que del más cruel de los olvidos durante dos décadas ha pasado a protagonizar la actualidad de las últimas semanas merced a su derribo «interruptus» y posterior apuntalamiento. Vamos a ver qué pasa con la peatonalización de la Corredora, que quiere ser el gran legado de este gobierno, porque vistos los antecedentes, igual empiezan a remover el asfalto y aparece alguna vetusta herradura de cuando la céntrica calle se utilizaba para hacer carreras de caballos a los pies de la muralla medieval. Tendríamos otra vez a la diligente Conselleria de Cultura ordenando catas y exploraciones estratigráficas hasta la plaza del Salvador y la Glorieta antes de permitir un picoletazo más.

Visto lo visto, no es de extrañar que cada vez cobre mayor peso entre quienes profesan el «mindfulness» político la hipótesis de que cuando finalicen las excavaciones mercantiles en el Carrer Ànimes, y no haya aparecido ningún nuevo vestigio relevante, el departamento cultural autonómico prohíba el derribo del inmueble neorracionalista de abastos y, consiguientemente, el denostado proyecto de centro comercial y de «parking» anexo pase a mejor vida administrativa (con el concomitante pleito y más años de paralización, por supuesto). El responsable urbanístico municipal, el socialista José Manuel Sánchez, que lleva días sin pegar ojo de tanto sobresalto, ya se lo ha advertido al conseller compromisario Vicent Marzà: si considera que el mercado no debe echarse abajo por sus valores intrínsecos y consustanciales, dígalo ya y no espere a que esté a medio derruir para entonces tener que apuntalarlo. Si hay que demoler se demuele, pero demoler «pa ná», pues no. Atentos a la jugada (y al árbitro). Círculos concéntricos ciudadanos ya le han pedido al Consell que el inmueble tardofranquista sea incorporado también al catálogo protector o pida amparo a la Unesco. Ya puestos, se podría incluir además, en la misma tanda, la tienda de salazones de Gambín y su bota de sardinas, consuetudinariamente vinculadas a la actividad comercial que rodeaba a los baños árabes desde la época de la medina de Ils. No va a haber espacio en el boletín de la Generalitat para tantos nuevos BIC ilicitanos. Y eso estará muy bien, porque hay que ser conservadores en lo patrimonial y progresistas en lo inmaterial.

Pero volvamos al maltrecho inmueble trasero de El Progreso (el del Carrer Empedrat está, por fortuna, bajo protección), que es donde tenemos el follón, porque se ha cortado el tráfico y eso sí que pica, incluso más que se eche abajo una fachada centenaria. La Conselleria, como es sabido, ordenó detener el derribo, después de que los propietarios contasen desde finales de octubre con todos los permisos municipales. Lo curioso del asunto es que Cultura haya tardado un mes en ordenar la paralización urgente del derribo desde que tuvo conocimiento del tema, en la reunión de la mesa del patrimonio del 13 de diciembre -aunque entonces su representante no abrió la boca-. Y porque los propietarios optaron por dejar los trabajos para después de las fechas navideñas, que si hubiesen actuado con celeridad no quedaría ya ni rastro del inmueble. No parece el pulso entre administraciones ni las paralizaciones a posteriori de actos urbanísticos reglados la mejor metodología para defender y conservar el escaso patrimonio arquitectónico que nos queda. Urge meterse a fondo con la revisión del catálogo de edificios protegidos, que data de 1998, y estudiar con criterios actuales si hay que incorporar algunos más. Incluso ir más allá y habilitar fórmulas para que parte de ellos puedan pasar a ser propiedad municipal o de instituciones, empresas o entidades públicas y privadas que los rehabiliten y ocupen -como Aigües d´Elx en la antigua Lonja-, algo muy habitual en otras ciudades. Todo es cuestión de ponerse.

Basta recordar algunos casos de cómo legalidad y patrimonio arquitectónico se entrecruzan y retuercen. En la calle Almórida, el edificio que alberga una tienda de una cadena con nombre de fruta tropical es un claro ejemplo de cómo un inmueble modernista-neoárabe de la década de 1910, tras su derribo, resurgió de las cenizas transmutado en una amalgama ecléctico-vintage. O cómo otra construcción emblemática de la mismísima Plaça de Baix, la antigua casa de los condes de Torrellano -la de los colores unidos- solo conserva de la construcción original del siglo XVIII su sonrosadita fachada, que también estuvo convenientemente apuntalada mientras se rehacía por completo el resto del edificio. Y qué decir de la también emblemática casa de Gómez, en el paseo de les Eres de Santa Llúcia, renacida de sus cenizas como una suntuosa mansión familiar. Así que todo tiene remedio en este pueblo. Que no cunda el pánico, que hay puntales de sobra.