Obras de Soler, Schubert y Schumann

Teatro Principal de Alicante

Sociedad de Conciertos.

Varvara Nepomnyashchaya, piano.

4 estrellas

Todos los compositores tienen un momento concreto, tan solo unos compases, por los que, ya de por sí, habrían pasado a la historia del arte. En el caso del compositor alemán Robert Schumann le habría bastado con la coda de la Arabesca Óp. 18: sólo 16 compases de pura magia. Lo cierto es que esta aseveración que he lanzado con la ligereza que me permite el poder contradecirla a renglón seguido es tan falsa como las listas de los mejores pianistas, las mejores interpretaciones o cualquiera de esas boberías de las que, lo entiendo, viven y tienen que vivir las revistas de divulgación musical.

También, me pueden decir ustedes, una bobería es eso de criticar una interpretación; al fin y al cabo, uno es libre para interpretar como quiera una obra musical en la que ni los intérpretes ni los oyentes ni las salas pertenecen a la época en la que se compuso la obra. Bien: esto es verdad, pero a medias. Hay unos parámetros que están más o menos -también depende de la época de composición- definidos en la partitura y otra cosa sería ver qué margen de libertad se adopta con esos parámetros.

Si nos ponemos castrenses podemos seguir la indicación que sobre el tema dio Claude Debussy: «Ustedes no interpreten: limítense a tocar lo que pone en la partitura». Sin embargo, en la misma época, Alexander Scriabin le dijo con cierta crudeza a un alumno que intentaba imitar su propia interpretación de una de sus obras: «No me imite: yo hago la interpretación de Scriabin, usted tiene que hacer la suya».

En esta encrucijada nos encontramos los críticos, los profesores y todo aquel que tenga que opinar sobre música y, como resultado, lo único razonable es adoptar unos mínimos. Para mí un mínimo es no hacer sistemáticamente los aspectos de una interpretación. Por esto mismo, a mí me incomodaba que Varvara Nepomnyashchaya (Varvara) tienda, o tendió, a hacer sistemáticamente un pequeñísimo ritardando en cada frase. Esto, que en Schubert puede encuadrar dentro de su mística, en el alocado mundo rítmico de Schumann termina por desfigurar y limar las aristas de su impetuoso lenguaje. ¿Eso significa que está mal interpretado? El problema de esta pregunta es que el concepto malo es de ambigua definición: ese elemento se vio compensado por un sentido del color y de la forma muy sólido en el que la estructura de la sonata se mostraba cristalina y diáfana. Igualmente, el Schubert resultó delicioso (¡qué juego da está palabra!) con una interpretación generosa en el fraseo, comedida en los tempos y centrada en la visión de un Schubert resignado a la muerte. Pero ante todo destacó el sonido cuidado, nunca crudo, más bien con algo de congoja, que destiló en las cuatro maravillosas obras que integran la segunda serie de impromptus del compositor vienés. De agradecer fue, es honra decirlo, la introducción en el repertorio de obras del compositor español Antonio Soler que fueron interpretadas con el mimo, el ritmo y la libertad que la música del Padre Soler requiere.