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Porque todo es igual y tú lo sabes

Porque todo es igual y tú lo sabes y tú, y la de más allá y el otro y el que vive en el periquito de un monte y toda la gente, como dice Luis Rosales en su poema perturbador que tituló "La casa encendida", me fatiga el hecho de subir al calvario con la cruz a cuestas, de verme obligada de nuevo a gritar con dolor y asfixia mi rabia, cólera, furor, a la vez que me siento como un limón estrujado por la mano del gigante Polifemo, debido todo ello a las últimas noticias luctuosas y repetitivas de más y más cadáveres de niñas, de niños, de mujeres, de hombres, de todas edades, incluso de las criaturas no nacidas cuyas madres gestantes también perecieron ahogadas; todas ellas, personas tratando de sobrevivir en el Egeo y de llegar a una de las doce islas que forman el archipiélago del Dodecaneso, al que pertenece la de Patmos, donde san Juan escribió el Apocalipsis sin sospechar que, tantos siglos después, en aquellas aguas acabarían su vida, perdiéndola en un infierno, centenares de desdichadas y desventurados debido al egoísmo, al clasismo, a la inmisericordia, a la ausencia de simpatía, que no es juerguearse ni reírse y pasarlo bien con el prójimo, sino padecer con alguien, dolerse con su sufrimiento y, en resumen, también a la falta total de la eusebeia griega que es la pietas latina, un término que se conserva en las lenguas románicas: piedad, en español, pitié en francés, pietà en italiano, pietate en rumano, piedade en portugués€ Y por ello, porque todo es igual, como en los versos de Rosales, me dispongo a escribir esta Mezclilla empujada de nuevo por ese repetido hecho pavoroso, acongojante, terrible, espantosamente injusto que volverá a producirse, porque las palabritas pronunciadas en tono doliente y los gestos de pena no resuelven el problema. Y mientras no haya alguien decidido a parar esas muertes, sonará incesantemente en el Egeo, como me dijo una monja, un ruido matador y lúgubre de grisalla tirada a las llamas de una hoguera. Pero ese horror no sucede solamente en los mares griegos, sino también en los de Europa y en los de España, donde se les cierran puertas y puertos a los pobres que huyen del hambre, de la guerra y son pelmazos, molestos, odiosos, pedigüeños. Y puesto que para titular esta Mezclilla le robé el primer verso de su "Casa encendida" al gran Luis Rosales, poeta muerto, les dedicaré en esta tarde de enero este texto a otros ya difuntos. De todos los poetas muertos es en esta tarde de enero Francisco Villon mi preferido, nacido en París el mismo año en que los ingleses quemaban a Santa Juana, la buena lorenesa, en la ciudad normanda de Rouen. Juglar acedo y a la vez alegre como las primaveras tempranas, con sus soles quemantes y sus repentinos aguaceros. François Villon, cantor de ahorcados y de damas difuntas, amante de Margot, la borracha embarazada, y ladrón de cien escudos de oro en el Colegio de Navarra, del que era alumno insumiso que apedreaba a policías y a comerciantes, sufrió prisión en Meung y en el Chatelet hasta que desapareció en medio de la vida ajena como mis otros dos queridos muertos, Mateo Alemán y los anónimos autores del cantar de Mío Cid y de la canción de Roldán; pues él fue el hombre con el que hubiera querido beber vino negro en un cáliz tabernario y humilde, no néctar de Naxos en cratera de oro con gemas peregrinas. Pues áspero aguapié querría en mi mesa, oscuro como el Ponto, donde lamentó su exilio Ovidio, poeta que también sufrió el destierro y por el que siento, no obstante, muy poca simpatía, acaso porque sus "Tristes" o "Tristezas" me hicieron sufrir y aguantar castigos por parte de un profesor de latín que detestaba la poesía hasta tal extremo de loca inquina, que era para él Catulo un degenerado pervertido que debería haber sido condenado a la "damnatio memoriae", arrojados sus versos a la hoguera y su nombre quemado en el brasero del eterno olvido. Y en tanto que se fueran apagando muy despacio las candelas celestiales entraría Villon por la puerta de mi estancia con sus ropas de pobre y la jarra de vino y el raro brillo en sus ojos miopes de las criaturas libres. Y me cantaría con su voz rota de borracho vocinglero, de caminante que lleva en las sandalias el polvo de miles de caminos y va dejando sus huellas en todos los senderos. Y yo me moriría escuchando sus lais y sus rondeles. Quedaría mi cabeza entre sus manos, tronchada por el vendaval verdugo de las rosas, como le ocurrió a Salomé, princesa de Judea. Villon me mataría de amor y de emociones al darme de sus labios su última canción. Tomada de su mano, subiría después a la barca de Caronte, con buen ánimo y pie ligero, descalza y envuelta con un único ropaje, una sepulcral sindoné de lino. Sin sentir el susto de ese cervatillo cobarde que es mi corazón, marinera a su lado por el río de la muerte, sin nostalgias ni plantos, arrojaría jubilosa a las aguas del olvido del Leteo todas las monedas del cofre de la memoria, chatarrería o preseas de la faltriquera del recuerdo, sin guardarme ni días de gozos de oro ni alegrías nocturnas de plata, para quedar purificada en el limen oscuro de la puerta de la vida y así desembarcar despojada y sin fardeles en la noche sin mañanas de la otra orilla. Y no me olvido de Julián Ayesta y de su "Canto de pasión", dedicado a quienes, a los dieciocho años, luchaban por la libertad de todos los hombres al lado de Durruti; ni tampoco de Emilio Alarcos Llorach y de su tan bello e inquietante "Mester de poesía".

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