Conservo en las estanterías de mi casa los tres volúmenes de la «Historia de las Naciones» -que de muy joven solía ojear, fijándome sobre todo en las hermosas ilustraciones, tricomías y grabados que contenía- gracias a que mi hermano mayor me los regaló antes de fallecer, sabiendo cuánto los apreciaba.

Se trata de una obra que se divulgó en España a principios del pasado siglo, traducida de la edición inglesa de la casa Hutchinson and Co. y que todavía puede encontrarse en librerías de viejo. Concebida y escrita desde la óptica británica de su entonces intacto imperio colonial, desfilan desigualmente por sus páginas las historias de los diferentes países (incluida España, a la que se reserva un reducido espacio) a partir de un peculiar enfoque nacionalista, propio de una época previa a la primera guerra mundial.

La Historia, como bien se sabe, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, ha sido narrada, principalmente, en clave nacionalista. Las naciones y acaso los modernos imperios, eran considerados los sujetos activos, agentes del progreso. Este planteamiento implicaba la exaltación de sus orígenes y de sus mitos, de su «espíritu», de sus figuras y episodios célebres, las batallas victoriosas, la contribución, en resumen, de las naciones al desarrollo del progreso, y también de su decadencia, según cada caso.

Será tras la primera gran guerra ?cuando el nacionalismo reveló su rostro demoníaco y llevó a Europa al desastre- y sobre todo, tras la segunda, en la que el nacionalismo totalitario alcanzó alturas inimaginables de violencia, opresión y desprecio por la vida, cuando la historiografía comienza a plantearse una revisión a fondo de la ideología nacionalista y colonialista, y de sus consecuencias. Desde distintas metodologías, los historiadores ampliaron entonces su campo de observación, se ocuparon de las complejas interacciones económicas, sociales y políticas de los pueblos y las sociedades, cuestionaron mitos, y recuperaron para la «memoria histórica» la peripecia vital y social de los sujetos débiles, víctimas de una modernidad de alguna manera impuesta. Pero sobre todo se abrió la puerta a la crítica del pasado, a la necesaria catarsis y revisión que toda sociedad ?toda persona- ha de hacer para alcanzar la madurez y ser libre.

Cabe señalar sin embargo que tal catarsis está lejos de haber concluido. Están por resolver las consecuencias del colonialismo, las estructuras de explotación y de dominación heredados, entre ellas las patriarcales. Pero es cierto que los demonios del nacionalismo, como ideología, han quedado más o menos encadenados. España, por ejemplo, que ha conocido excesos nacionalistas completamente anómalos en el pasado, es buen ejemplo de un país que ha llegado a configurarse como un nacionalismo débil, compatible con el reconocimiento de otras nacionalidades en su territorio. Y como señala el Preámbulo de la Constitución, comprometida a proteger «a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». Y esto es así porque la base de la democracia constitucional reside en la apertura a la interacción y al intercambio social, el respeto a los derechos de todos, de las diferentes minorías, y en el valor fundamental del pluralismo político.

Pero no hemos de olvidar que los demonios del nacionalismo andan sueltos de nuevo y que, en este mundo globalizado e incierto algunos apuestan por cavar trincheras y recuperar la vieja narrativa. Sucede en Inglaterra, donde personajes como Nigel Biggar se propone reivindicar el glorioso pasado colonial del Imperio, considerándolo ético; y sucede también en el continente, donde se enciende la llama de nacionalismos irredentos, normalmente asociados a políticos radicales de extrema derecha. Lo peor de estos nacionalismos no es sólo el desprecio a los postulados de la democracia constitucional junto a los graves problemas que originan para la estabilidad de Europa y de su futuro, sino también la amarga sensación de que no han entendido nada. No han hecho la catarsis necesaria para madurar, para considerarse iguales. Por mucho que a menudo resulten ridículos, actúan como si fueran super-hombres tocados por el dedo divino.