En estos días hemos visto, con absoluto asombro, como una familia americana había secuestrado a sus propios hijos, privándoles de su propia esencia como seres humanos. Ese atroz episodio que refleja cuán perverso puede ser el comportamiento humano, incluso de unos padres, nos lleva a la reflexión de cómo se puede manipular la mente humana y sus derivadas.

Durante mucho tiempo, esos hijos, pensaron que lo que hacían sus padres era normal. Esa dominación patológica que organizaba todo el día de su existencia, seguro que fue «normal» para algunos de sus hijos. Otros, como hemos visto en la huida de uno de los hijos, se preguntarían cada día qué sinsentido acontecía a su lado. Y en esa tensión, por la propia dignidad humana, unos se doblegaron ante la «autoridad» paterna, aunque fuese terrible. Y otros esperaron pacientemente el fin de la locura.

Esta misma experiencia deshumanizadora viene a acontecer con la nueva ola de nacionalismo que acampa en Europa. Los padres putativos del nacionalismo pueden robar (el tres per cent) si hace falta, que los hijos no se lo tendrán en cuenta. Esa ensoñación colectiva es fruto del aislamiento al que se ve sometido el hijo del nacionalismo que necesita respaldar al padre, aunque este le lleve a no ducharse nada más que una vez al año. Que de esos habrá también.

El nacionalismo se comporta, y lo hace siempre, como una secta cerrada, monolítica y aglutinadora de culpas. Siempre es mejor buscar un enemigo que nos roba, pero cuando el que roba es de los tuyos, entonces un estúpido velo cubre nuestras desgracias. Silencios cómplices que hacen de la «familia» un ente del que nadie ha de salirse. Cualquier traidor que ose romper la feliz dinámica nacionalista será un enemigo a batir. Por eso los hijos están más cómodos en el sistema paternalista que les brinda la protección bajo su bandera que huyendo a la crítica. Hace mucho más frío afuera. Y pocos serán los hijos que denunciarán a un padre ante el dominio que aísla. Dentro del redil mejor que fuera de él.

El proyecto supremacista del nacionalismo necesita de estructuras férreas, pétreas, que cumplan con el fin. Que es la exclusión de los que no piensan con el mantra que es introducido desde niños, como la familia americana secuestrando a sus propios hijos, para evitar las fugas. Es tan difícil salir del nacionalismo como lo fue para los niños americanos huir de sus padres. De hecho, algunos necesitarán de tratamiento psicológico para entender bajo qué opresión fueron desgajados de su capacidad de crítica.

La misma falta de libertad que tuvieron esos niños secuestrados por sus padres americanos la tienen los nacionalistas. Es imposible convencerles de que hay vida afuera de la colla nacionalista. Están tan absorbidos por el dios padre, que cualquier aproximación para que piensen en libertad les produce un enrocamiento mayor. Tienen tanta literatura preparada para afrontar las pegas que les pones, que todos acaban hablando el mismo lenguaje. No es necesario ofrecerles una salida, hay que liberarles del yugo, como se ha hecho en la historia de Europa con todos los totalitarismos.

A esta altura de la jugada lo importante no es si se gastaron 87 millones de euros, que es una locura, para parar un simulacro de votación. Lo verdaderamente importante es porqué tanta gente «compró» un producto que excluía a los que no pensaban como ellos. Si esos millones se le obligasen a pagar a los que cometieron la indecencia, y el delito, de saltarse las leyes, empezaríamos a desmontar semejante locura excluyente.

Ayer mismo en el diario El País, Andreu Jaume hace referencia a un gran profesor universitario, Jordi Llovet, que ha quedado excluido de la Universidad por su no seguimiento al nacionalismo. Y decía: «Poco a poco, Jordi Llovet se ha ido convirtiendo en ciudadano de un país inexistente, acompañado de unos pocos e incondicionales amigos, cada vez más ceremonioso y protocolario en una sociedad sin maneras, dedicado a la lectura y al cara a cara de la palabra viva como principal herramienta hermenéutica». La secta intenta que no puedas salir de ella. Cuando el aire es irrespirable, el secuestro de una sociedad por unos totalitarios necesita de la ley para pararlo. Sea el secuestrador la familia, o el procés.