No es nada nuevo constatar cómo el arte (la cultura en general) se transforma en excluyente arma política -o de cualquiera otra índole, pero siempre excluyente- cuando cae en manos de ciertos políticos o determinados colectivos carentes de escrúpulos y sin la más mínima formación, ni cultural ni intelectual. El arte como excusa; el arte como justificación; el arte como imposición; el arte como razón última de ideologías totalitarias: fascistas, comunistas, populistas o dogmáticas. Así ha sido siempre a lo largo de la historia y seguirá siéndolo. En nuestro mundo contemporáneo tan solo hay que trasladarse a la Alemania nazi o al comunismo soviético de antes de ayer, para comprobar hasta qué punto el arte y la cultura fueron sacrificados por esas ideologías totalitarias a mayor gloria de sus repugnantes y criminales dictaduras. Hitler y los nazis, excelsos intelectuales, hablaron del «arte degenerado» para prohibir y perseguir a pintores como Paul Klee, Kandinsky, Kokoschka, Otto Dix, Emil Nolde, Ludwig Kirchner o Max Beckmann (muchos de ellos figuran en mi anaquel de pintores favoritos). Y Stalin se permitía criticar la música clásica que no se acomodara a la verdad comunista, al «realismo socialista», como la ópera de Shostakovich «Lady Macbeth del distrito Mtsensk», vilipendiada por Stalin y calificada de contrarrevolucionaria al punto de ser retirada de los escenarios para no volver a representarse hasta después de la muerte del tirano. Shostakovich tuvo que enmendar su música componiendo la Quinta Sinfonía, que pese a su innegable valor, se acomodaba al gusto comunista por su aparente sencillez. Los ejemplos de estas monstruosidades contra el arte son interminables (recuerden la destrucción de los milenarios Budas de Bamiyan por parte del gobierno islamista talibán de Afganistán).

Hace unas semanas una mujer neoyorkina exigía al Museo Metropolitano de Nueva York retirar de su exposición el cuadro de Balthus «Thérèse Dreaming», aduciendo que al exhibir esta obra para las masas se fomentaba el voyeurismo y la cosificación de las menores. La dirección del museo, lejos de dejarse intimidar, se negó a retirar la obra que, por fortuna, sigue exhibiéndose sin que ninguna catástrofe conceptual y cosificada haya ocurrido. Véase, además, el desprecio de estas élites para con el pueblo al hablar de exhibición para las «masas», considerándolas menores de edad, inmaduras y proclives al contagio del avieso voyeurismo. Balthus fue un pintor amigo de Picasso, Miró, Antonine Artaud, Albert Camus y André Malraux, que lo consideraron un genio. La madre de Balthus, la también pintora Baladine, mantuvo un extraordinario romance con el gran poeta checo Rainer María Rilke, autor de las Elegías de Duino y amante a su vez de esa extraordinaria mujer que fue la rusa Lou Andreas-Salomé, colaboradora y amiga de Nietzsche y Sigmund Freud. Ya ven ustedes dos cómo en poco más de un centímetro cuadrado de este artículo han pasado, sin cosificarse, personajes tan fascinantes como los señalados. Y ahora, decenas de años después, una dogmática ciudadana de Nueva York, amparada por la intransigencia y la dictadura de lo políticamente correcto, se atreve a demonizar el cuadro de Balthus exigiendo que sea retirado para que las incultas «masas» no queden infectadas al contemplarlo.

Tras el bochornoso escándalo sexual, de abusos a mujeres, del todopoderoso Weinstein, y al calor del movimiento yanqui «Me too» (que todo lo ve, todo lo controla, todo lo juzga y todo lo sentencia) nacido en el seno del Hollywood más exclusivo y millonario, se ha creado un clima inquisitorial, una suerte de caza de brujas que para sí habría querido el senador McCarthy cuando convulsionó Hollywood llenándolo de delatores. «Me too» ha sido comparado por la escritora Margaret Atwood con las purgas estalinistas o la revolución cultural China. «¿Soy una mala feminista?», se preguntaba Atwood, activista política, miembro de Amnistía Internacional. Y a su vez, un centenar de mujeres francesas -sí, mujeres- escritoras, actrices e intelectuales, entre las que se encontraban Catherine Deneuve o Catherine Millet, firmaba un manifiesto contra la «ola purificadora que parece no conocer ningún límite» y que recorre el mundo libre como si fuera un jinete del Apocalipsis dispuesto a condenar de por vida cualquier expresión contraria a la sacrosanta ortodoxia. Tanto el manifiesto contra el puritanismo sexual como las declaraciones de Margaret Atwood, han sido ferozmente atacados por el feminismo de salón y por el feminismo radical. Todas estas mujeres, que se atreven a exponer democrática y libremente sus puntos de vista, ya no son mujeres, sino aliadas del machismo falócrata, cómplices de la violencia contra la mujer. ¿Por qué? Porque como dice una de las firmantes, la escritora iraní Abnousse Shalmani -que tuvo el valor de rebelarse sin matices contra el velo islámico, algo que no se atreve a hacer el feminismo radical-, «el feminismo se ha transformado en un estalinismo con todo su arsenal: acusación, ostracismo y condena».

¿Dónde han guardado estas feministas lo de «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo»?, que no es de Voltaire, sino de su biógrafa Evelyn Beatrice Hall, otra mujer -sí, mujer- de la que algunos colectivos anclados en la intransigencia y el dogmatismo inquisitorial deberían aprender. Pero como nos refiere Dante en su Divina Comedia “Lasciate ogni speranza…».