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Juan José Millas

Tierra de nadie

Juan José Millás

Cerrado por defunción

En la puerta de la frutería está el frutero viendo llover. Lo observo unos instantes, a distancia, protegido por el paraguas. Luego me acerco y compro unas mandarinas.

- Llueve -dice él.

- Sí -digo yo.

Salgo a la calle, que se encuentra vacía. y pienso en la inutilidad de esta breve conversación acerca de la lluvia. Habría sido más productivo, por ejemplo, que él dijera que no llovía y que yo hubiera intentado hacerle ver que sí. Tengo los calcetines empapados, de modo que emprendo el regreso a casa, donde me los quito, me seco los pies y me pongo unos de lana. Coloco los zapatos cerca del radiador, para que se sequen. Luego, en la cocina, pelo con las manos una de las mandarinas mientras me represento mentalmente al frutero contemplando la lluvia desde la puerta de su establecimiento. Es como si le hubiera hecho una foto. Creo que, debido a los móviles, empezamos a pensar en fotos. De hecho, ahora recuerdo que estuve a punto de hacerle una al frutero con el mío. Pero tenía una de las manos ocupadas con el paraguas. Da igual, se la hice con el encéfalo y tiene el mismo formato de las que hago con el móvil.

Llueve todo el día y yo voy de un lado a otro de la casa como un fantasma, sin que la realidad se vea afectada por mis pasos. Si me lo propusiera, podría atravesar las paredes, pero utilizo las puertas para entrar y salir de las habitaciones por la mera costumbre. A las siete de la tarde, imagino al frutero cerrando la tienda. A las siete y media me llaman por teléfono para ofrecerme una tarjeta de crédito. Declino la propuesta con amabilidad y hago tiempo hasta la hora del primer telediario de la noche. Veo dos o tres telediarios al día. Los telediarios poseen propiedades calmantes: proporcionan la impresión de que las cosas, ahí fuera, continúan funcionando. El hecho de que el locutor o la locutora sean siempre los mismos refuerza esa impresión. Si se murieran con frecuencia y hubiera que cambiarlos cada semana, nos desengancharíamos de ellos. Pero los locutores y las locutoras, como el resto de la gente, tardan en morirse. Cuando se mueren los fruteros, cierran por defunción.

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