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José María de Loma

La latita de atún

Hay un imperdonable vacío literario. Ni el teatro, ni la poesía, la novela o el ensayo se han ocupado de ellas como se merecen. Pobrecillas. Gran injusticia. Nos referimos a las latas de atún. No al atún, que ya tiene quien le escriba, quien le cocine y quien lo coma. Ahora hay atún en manteca, crudo, marinado, frito, a la plancha y de todas las maneras. Bendito atún. El atún tiene pregoneros y panegiristas, loas, sonetos y epitalamios sin olvidarnos de los muchos halagos de los críticos. Pero las latas de atún, no. Y ahí están, abnegadas. Solucionándonos una cena. Por ejemplo. Las latas de atún se hacen fuertes al fondo de la despensa pero luego se tornan muy a mano cuando un día llega uno tarde a casa como para preparar un almuerzo como Dios manda (o sea, divino, es decir, sentado. Primero, segundo y postre). Y entonces abres una lata de atún. Y comes directamente el atún de la lata con un cacho de pan. O echas la lata a unas lechugas ya dudosas que con tal acompañamiento y el aceite se permutan en agradable y sano plato.

Con un huevo y una lata de atún cenas como un marqués. Yo a la tortilla de atún la llamaría tortilla del marqués, toda vez que la de jamón york es tortilla de estar como malito y la de queso es la que se le da a los niños. La tortilla de guisantes, sólo guisantes, es como de excéntricos y la tortilla de patatas es transversal y universaloide, que propicia amistades y marida con cualquier buen vino, pan de hogaza, unos pimientos y lo que sea. La tortilla francesa es cuestión aparte. La tortilla francesa tiene un artículo por sí misma. Como las francesas a secas. Como el té, el café o la siesta de antes de comer. En fin. Las latas de atún tienen tan poca literatura que incluso intentando escribir una columna sobre ellas se nos va la prosa hacia la tortilla, que le va robando protagonismo línea a línea. Tiene huevos. Una casa sin latas de atún es una casa, no un hogar. Las latas de atún se compran por si acaso hacen falta y el día en que hacen falta llega. Un domingo, por ejemplo.

A las latas de atún hay una tendencia a adosarles el diminutivo, latita, aunque a veces sean latas grandes, que no latazos. Un bocadillo de atún es gloria bendita. Si se le añade mayonesa es mejor que las drogas. En caso de emergencia yo me lo hago de pan de molde sin corteza al que no obstante le quito los bordes. El asunto no es la corteza, el asunto es quitar. Las latitas de atún las prefiero con aceite de oliva, el cual, con aroma a atún (hombre, si está en una lata de atún no va a tener aroma a lámpara) le cae muy bien a una tostada por la mañana con un cafelito.

Desayunar con una latita de atún, no en escabeche, por favor, te sirve para ir ya atunado al trabajo, que es una forma de ir tuneado. Coge unas latitas de atún, se oye en el súper, y allí va uno o una, a por el paquetín de tres latitas. Y entonces en ese carro, en esa familia, sabes que anida la sabiduría, el buen gusto, la previsión, el atunismo intemporal, que es una forma de fidelidad al atún no perecedera. Como la latita. Es gente que sabe comprar, que no va al tun tun, claro.

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