La crónica diaria está repleta de retractaciones y rectificaciones, en base a hechos que han ocurrido a la vista de todos y que han llevado a políticos y activistas sociales, autores de graves delitos, a darse a la fuga o a ingresar en prisión.

La última discusión sobre la puesta de la telemática al servicio de intereses personales, para investir a un candidato, electo pero huido, como presidente del gobierno catalán, podría dar la sensación de que la política ha superado a la ley y que la opinión y el chafardeo político han adquirido mayor peso que la legalidad. Una sensación que resquebraja el espíritu de cualquier democracia.

De ahí que la falta de confianza de la sociedad española en el ejercicio de los fondamentals, explique que vivamos un momento en que parecería que lo legal se supedita a lo conveniente y lo conveniente a lo que es opinable y a los intereses de no sabemos quién.

Lo más relevante de esta situación es que el expresident catalán ha jurado «por imperativo legal» la Constitución española. Al mismo tiempo, se ha comprometido a actuar «con plena fidelidad a la voluntad del pueblo».

Vuelve a las andadas el juramento que recientemente han utilizado quienes han urdido una compleja trama golpista con sofisticados programas informáticos y estructuras financieras y mediáticas ad hoc, destinadas a facilitar el golpe al Estado. Acataron, en su petición de libertad provisional, el artículo 155 por «imperativo legal». Porque les obliga la ley, no porque se arrepientan de lo que han hecho. No existe contrición y, al no existir ésta, no desaparece el riesgo de que intenten reincidir en la misma conducta que ha llevado a un juez a dictar su prisión.

Y ahí estamos. Con un nuevo episodio de colisión entre la reclamada paz social y el respeto a la ley. El candidato a presidente de la Generalitat y la mayoría de electos de su partido que también han jurado bajo esta fórmula, no desconocen que es la propia Constitución española la que permite este juramento.

La forma de jurar «Sí, prometo? por imperativo legal», fue ideada por un partido independentista vasco en los ochenta y amparada por el Tribunal Constitucional, que ejerce la función de supremo intérprete de la Constitución.

Desde entonces, se ha extendido y forma parte del ardid de moda, del que se sirven diputados, senadores, alcaldes y concejales cuando, al tomar posesión de su cargo, juran o prometen acatar la Constitución con distintas amenidades: «por imperativo legal», «sin renunciar a sus convicciones», «Omnia sunt communia» («todo en común, todo de todos»), «con lealtad a los ciudadanos y ciudadanas». O lo hacen compatible con la «defensa de una Constitución independiente para Cataluña».

Ya en diciembre de 2003, los consejeros del gobierno Maragall omitieron en los juramentos de sus cargos «lealtad al Rey y a la Constitución». No pasó nada, como si la tolerancia y mirar para otro lado sirviese para arreglar los problemas. En el caso del partido nacionalista irlandés (brazo político del grupo terrorista IRA), que logró representación en Westminster, nunca pudieron sus parlamentarios asistir a las sesiones de la Cámara de los Comunes porque se negaron a prestar juramento de lealtad a la Reina, requisito imprescindible para ocupar el escaño.

Y es que el juramento o la promesa no es una simple formalidad equiparable a la de «ponerse corbata en una boda, saludar en el ascensor o usar los cubiertos adecuados».

En este caso, equivale a decir «digo esto porque decirlo es necesario para ser diputado catalán, pero ello no quiere decir que yo realmente respete y vaya a cumplir la Constitución». Así que se impone la repregunta: si realmente no acepta la Constitución en todos sus términos y extensión y sin reserva alguna.

La ley, las garantías jurídicas de defensa y la presión política constituyen un triángulo de intereses contrapuestos, que sulfura a los españoles no populistas y a los catalanes que aceptan el orden constitucional.

La exasperación y la rabia tienen que ver con lo que se percibe como un burdo ejercicio de cinismo, protagonizado por un puñado de recalcitrantes, capaces de aceptar y jurar lo que les digan, para luego, previsiblemente, hacer lo que les venga en gana. Una democracia que se respete no lo puede consentir.

Todos vivimos bajo el imperio de la ley, ya que, en caso contrario, estaríamos acampados en un terreno propicio al aprovechamiento de un Estado de Derecho garantista, como es el nuestro. Se invoca el poder imperativo de la ley como causa de su acatamiento, con la pretensión de no tener que cejar en su intento de deslegitimar las instituciones y de dificultar la investigación de la trama.

El cesado president & cia pretendían validar un referéndum sin censo, sin junta electoral, sin colegios electorales, con urnas opacas, que llegaban a las mesas de votación llenas de papeletas, con gente que votó varias veces, contraviniendo el Estatuto de Autonomía, la Constitución y los mandatos del TC. Ahora, que hay luz y taquígrafos, todo se hace como manda la norma, bajo el imperativo de la ley.

Si no se mantiene la legalidad en Cataluña, la justicia sufrirá, al igual que el sistema democrático y el principio de la separación de poderes.

Acatar no significa compartir o estar de acuerdo, sino simplemente cumplir. Y cumplir, para quien no esté de acuerdo con la Constitución, no impide reformarla, de conformidad con los procedimientos constitucionales y legales vigentes. Pero la sujeción de los poderes democráticos al Estado de Derecho no se condiciona ni se matiza. La propia ley se reforma dentro de la ley, no saltándosela, si no, ¿qué validez tendrá la nueva reforma?

El acatamiento del ordenamiento jurídico desde la discrepancia es legítimo, incluso para quien ha pretendido hacer de Cataluña un despotado. La discrepancia es una parte esencial de la democracia, sin la primera no puede concebirse la segunda.

El acatamiento por «imperativo legal» forma parte del día a día de mucha gente que no está de acuerdo con la ordenanza fiscal de turno, o con la denegación de la licencia de terraza de tal Ayuntamiento o con la concesión de una subvención a la fundación del vecino en perjuicio de la propia. Y aplica en el mismo grado y extensión a los gobernantes de cualquier signo -obviamente no con la misma responsabilidad que el ciudadano común-. Pero es precisamente por el mismo derecho a discrepar de los demás por lo que la ley no puede ser interpretada, modificada o directamente subvertida al gusto de un grupo, sino mediante los procedimientos que la Constitución y la misma ley a su amparo han previsto.

El juramento de la Constitución española por «imperativo legal» debe ser verdadero, no basta con decir «juro por esta fórmula para no acatar la propia ley que me permite jurar así». De lo contrario, se convertirá en el juramento vacío de quien ha perpetrado un ataque sin precedentes contra la democracia.