Si la denuncia de la colegiada de 17 años que asegura haber recibido graves insultos en el transcurso de un partido de alevines en Alicante fuera cierta, y eso deben establecerlo los tribunales pertinentes sean deportivos u ordinarios, la sanción que deberían recibir los agresores verbales debería justificarse en el hecho de haber insultado a la persona que arbitraba el partido, no porque ésta fuera una mujer, y hacerlo además en el impropio escenario de un encuentro deportivo disputado por niños de 10 años. Lo censurable y penalizable, si se diera el caso, reside en dirigirse de ese modo inapropiado a una persona que es juez en un campo de fútbol, jueguen niños o rutilantes cracks multimillonarios, no en el hecho de que esa persona sea de un género o de otro. Por desgracia, estos mártires del terreno de juego, que pagan cara una afición que hace posible que cualquier deporte tenga sentido, están más que acostumbrados a recibir improperios de todo tipo. Si en vez de una colegiada hubiera sido un colegiado, los descerebrados de turno habrían utilizado lo que piensan que le hace vulnerable para machacar por ese supuesto flanco débil. No hace falta mucha imaginación para suponer por dónde hubieran ido los exabruptos de tratarse de un hombre (o mujer) con piel oscura o simplemente de un hombre o mujer de corta (o elevada, qué más da) estatura. Más que provocar indignación, el especimen insultador es digno de lástima, por el insulto y por la cortedad mental que demuestra cuando su ira o su frustración personal se desborda en el campo. Esto me recuerda aquel chiste de un jugador cabreado cuyo equipo iba perdiendo por muchos goles de diferencia ante el Leganés. Incapaz de superar la nube mental que lo retrotrae al nivel más básico de la evolución, el jugador espeta al primer contrincante del equipo madrileño con el que se topa al acabar el partido: «¿Leganés? Vaya mierda de lago y vaya mierda de monstruo».
