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Dos discusiones

Imagínese una discusión entre un cristiano y un musulmán sobre cuál debe ser el texto al que hay que hacer referencia para acercarse a Dios.

El cristiano, que en misa oye lo de «Palabra de Dios» al terminar determinadas lecturas, sabe que el texto sagrado es la Biblia, inspirado por Dios a muy diversos actores. Cierto que, peccata minuta, algunos detalles se dejan para los devotos judíos que leen determinadas instrucciones sobre la adoración a imágenes fabricadas por la mano del hombre y sobre la ingestión de algunos alimentos que incluyen no solo al cerdo sino también a todo aquel que lleve caparazón exterior, es decir, a los mariscos.

El musulmán, por su parte, sabe que el texto sagrado es el Corán, dictado directamente al Profeta y que Mahoma, analfabeto al fin y al cabo, trasmitió a sus compañeros que supieron escribir tales órdenes. Ninguna duda sobre este texto del que se extrae el núcleo duro de su fe y sus prácticas.

Pongámoslos ahora de argumentar sobre cuál tiene el texto realmente divino. Y ya sabemos lo que pueden decir, al margen de algunas dudas lingüísticas, filológicas, de «historia de las formas» y demás aspectos considerados secundarios. Lo que pueden decir es que el texto del contrario es falso en su pretensión de estar relacionado con la divinidad. El propio es el que vale y en él se demuestra que es el que real y absolutamente vale. Es decir, que hay que tener fe (creer en lo que no se ve, según decía el catecismo del padre Astete) para creer que tal Libro/Kitab/Biblia es el que proporciona la legitimación de esas respectivas creencias.

La realidad es que no hay discusión posible y se puede pasar de un libro a otro por conversión (relacionada con crisis personales pero también sociales -se cambia de religión como reflejo del cambio personal en la estructura social-), coacción (conquista, por ejemplo) o declaración (en la Reforma de Lutero el principio fue cuis regio, eius religio, la religión oficial del reino será la religión del soberano, es decir, de su rey). En la mejor de las hipótesis, ambas ideas (cada una de ella poblada de diferencias internas -suníes, chiíes, wahabitas, sufíes en un lado y católicos, protestantes varios, ortodoxos por otro) podrán coexistir en paz, pero, con más frecuencia, en conflicto latente, en sumisión de una a otra o en conflicto violento en general del mayoritario contra el minoritario.

Aterricemos. Imagínese una discusión entre españolistas (los que creen que España es la única nación y que existe desde por lo menos 500 años como dijo el creyente Rajoy) y los catalanistas (los que creen que «som una nació» de existencia también secular y continua). Cuándo empieza cada uno de estos dioses-nación (porque no son eternas como los dioses-dioses) ya no está tan claro. Pero aquí el texto sagrado lo proporcionan determinados historiadores. Hay quien afirma que la historia, como disciplina académica que empieza en los institutos y no en las universidades, nace por exigencias de legitimación de las naciones nacientes extrapolando «hacia atrás» las fronteras de la actual nación hasta mostrar su carácter multisecular, tendencialmente eterno.

No es un caso particular. Si se toma la «lengua propia» como indicador de la presencia de una nación, los Estados monolingües se pueden contar con los dedos de dos manos. Es decir, que son frecuentes los conflictos entre el nacionalismo de Estados que quieren ser una nación por un lado y, por otro, las naciones que quieren ser un Estado. La historia, las señas de identidad y los sentimientos de pertenencia se utilizan por ambas partes recurriendo, como ornamentación, a héroes, artistas y banderas. Y a alguna que otra batalla, aunque se haya perdido.

Un ejercicio para lectores de lectura lenta en casas de cultura y bares: reléase lo dicho sobre las dos religiones y véase si hay algún paralelismo con lo dicho sobre los dos nacionalismos (el estatal y el subestatal), en particular en lo que respecta a su coexistencia pacífica o conflictiva. Incluso lo de cuius regio, eius religio podría traducirse, con algo de fantasía, en «el nacionalismo dominante será el de la clase dominante». Claro que hay diferencias, pero, por lo menos, sirve para ver lo poco que dan de sí las disputas «teológicas» entre expertos (historiadores en el segundo caso). No se trata de saber quién tiene razón. Eso se sabe desde el principio: la razón la tenemos nosotros y son ellos los adoradores de divinidades/naciones falsas. La pelea está en otro sitio, no confundamos.

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