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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Oigo, patria

Mi padre, recientemente fallecido ?que la tierra te sea leve- tenía un acentuado sentimiento trágico de la vida heredado sin duda de la Generación del 98. A la vez le daban ramalazos del Romanticismo de Espronceda, Becquer y Larra a los que citaba siempre que tenía ocasión. Le recuerdo recitar emocionado el larguísimo poema sobre el 2 de mayo de 1808 de un periodista olvidado del XIX: «Oigo Patria tu aflicción/y escucho el triste concierto/que forman, tocando a muerto/la campana y el cañón».

El hombre se lo creía, tanto porque le dolía España como porque vivía ?y eso imprime carácter- a dos pasos del cuartel de Monteleón donde se gestó la revuelta de los españoles de bien contra Napoleón. Lo de los españoles de bien es relativo; seguramente a nuestro país le hubiese ido mucho mejor con José Bonaparte y los «afrancesados» que con el felón de Fernando VII y los partidarios del «vivan las caenas». Pero esa es otra historia y a mi padre le encantaba que se hubiera echado a patadas a Napoleón, entre otras cosas porque los franchutes le caían regulín tirando a horriblín.

Pensaba en ello viendo una antigua foto en la que figuramos mi abuelo, mi padre, el mayor de mis dos hijos y yo. Es posible que ese retrato explique muchas cosas del último siglo y pico de España, vamos, como cualquier familia. La cosa es que, a pesar de la diferencia de edades tenemos muchos rasgos en común, lo que viene a probar ?o no- la máxima de Rousseau o Voltaire de que el ambiente condiciona la vida y entre esos rasgos figura una cierta idea de una España madrastra en la que coincidimos.

Mi abuelo perdió sus ilusiones y su futuro con y a consecuencia de la Guerra Civil: vivió bien antes y con más apreturas después, pero nunca le vi arrepentido, aunque sí cauto. Mi padre es de los cuatro el que vivió seguramente la peor etapa en su niñez y juventud, pero curiosamente el más optimista y, sin duda, el que salió de peor posición para llegar más adelante. A mí, como a todos los niños de los 60, me lo dieron casi todo hecho y con seguir por los raíles lo teníamos fácil, con lo que la acomodación a las circunstancias se da por descontada. Mi hijo lo tiene fatal, porque no es lo mismo partir de menos cero para llegar a seis, que partir de siete para llegar a cuatro, y desgraciadamente cada vez es más evidente que nuestros hijos vivirán de media peor que sus padres.

Obviamente este repaso familiar no deja de ser una caricatura, ni siquiera les aseguro que sea verídico, pero, aunque me lo haya inventado, «si non è vero, è ven trovato» y es más que posible que muchos de ustedes tengan sensaciones parecidas siempre y cuando tengan también una edad semejante, que si no, ni hablamos. En un siglo y poco hemos pasado de una sociedad española absolutamente machacada moral y económicamente, con breves espacios para la esperanza, a otra en la que creímos que no había límites a nuestro crecimiento y ambiciones, para terminar cerca de dónde veníamos, con una depresión de caballo y una sensación de que el futuro ya nunca será mejor. España y yo somos ciclotímicos, señora, de eso no hay la menor duda.

Pero a lo que iba es al desapego que la idea de España nos ha producido a casi todos los Mondéjar del siglo XX, salvados algunos periodos como la República, que esperanzó a muchos como a otros tantos espantó; la dictadura franquista, ítem de lo mismo pero al revés, con la diferencia de que la autarquía provocó una españolidad por narices ya que no nos querían en ninguna otra parte y los principios de la democracia, en los que parecía que ser español iba a molar.

El severo adoctrinamiento «imperial» que sufrimos en nuestras carnes los niños de los sesenta, a muchos nos produjo un rechazo del himno, la bandera, Isabel y Fernando, de la Iglesia y sus pompas y sus obras y hasta de las montañas nevadas, con lo que me gusta esquiar. En realidad he llegado a la conclusión que sólo otros nacionalismos excluyentes, como el catalán, nos producen sentimiento de pertenencia a un clan, pero más por rechazo que por amor y que pocas cosas aparte de ganar el Mundial de Fútbol nos hacen sentirnos orgullosos de la rojigualda (que, para mi gusto, con una franja morada queda de vicio).

Con esos mimbres tan poco nacionalistas no es extraño que prendiera como la yesca en los noventa la idea de que éramos europeos, que da «caché». Lamentablemente los Países Unidos de Europa se han ido otra vez a freir espárragos como idea de futuro, mientras que los pequeños nacionalismos y los grandes, como los ingleses, parece que van a llevar el ascua a su sardina más pronto que tarde.

La conclusión es que aunque oigo la aflicción de la Patria -habría que estar sordo- ni me emociona ni espero que cuenten conmigo. Mi abuelo o mi padre habían estudiado bastante la historia y pensaban, aunque con un cierto desánimo y desde perspectivas ideológicas completamente diferentes, que la idea de España arraigaría de nuevo. Para mí, la única patria es mi infancia que dijo Rainer María Rilke. Una infancia, por cierto, llena de montañas nevadas, banderas al viento, flores a María y rutas imperiales.

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