Al pacto recientemente ultimado entre Carles Puigdemont y Marta Rovira para conformar la Mesa del Parlamento de Cataluña hace presagiar un escenario idéntico al que propició la aplicación del artículo 155. Los independentistas han ratificado su hegemonía en la Cámara y, al parecer, la consecución de la república catalana sigue siendo objetivo prioritario, sin que la mayoría de votantes contrarios a este planteamiento o los reparos de legalidad existentes supongan un obstáculo político o jurídico insalvable.

No obstante, han sido numerosos los desistimientos a la reiteración de sus anteriores cargos entre quienes han estado en prisión en algún momento. Cada vez parece más complicado hallar candidaturas propicias al sacrificio que la vía unilateral exige, a excepción de Puigdemont. El expresidente parece dispuesto a asumir de nuevo el cargo, a perseverar en la ilegalidad y, al pretender ser investido desde Bruselas, nos ha suministrado la acostumbrada dosis de dislate para el año entrante. Nos la hemos tragado sin rechistar. A pesar del despropósito lógico y jurídico de tal reivindicación, avezados juristas, letrados del Estado y del Parlament, han elaborado, o se afanan en ello, enjundiosos informes opuestos fundamentadamente a tal pretensión.

Hay que reconocer la habilidad de Puigdemont para hacerse omnipresente desde la lejanía.

Por su parte, Oriol Junqueras se ha erigido en contrapunto del prófugo, personificando la asunción sacrificial de las consecuencias de sus actos y mostrando su voluntad de acudir al pleno del Parlament para ejercitar su derecho y su correlativo deber como diputado. Una lección práctica para el expresidente sobre el carácter presencial, personalísimo e indelegable del cargo.

La investidura a distancia contraviene la legalidad y el sentido común, pues la presencia del candidato en el hemiciclo es imprescindible para exponer su programa de gobierno y permitir el debate, con posibles réplicas y contrarréplicas. Además, no olvidemos que el candidato ha de ser diputado y, para ello, debe haber presentado su credencial y prometido o jurado la Constitución española, además del Estatuto de autonomía de Cataluña.

En este sentido, es preciso ajustarse a la formalidad requerida, lo que conlleva la imposibilidad de ser investido y ejercer el poder desde el extranjero, por vía telemática, por persona interpuesta o por delegación, siendo su cargo personalísimo y su presencia ineludible.

Es sabido que Esquerra no es partidaria de una investidura de esa guisa y que procurará evitarla; en todo caso, el «bien supremo» es el inicio de la legislatura, aunque estará supeditado al mantenimiento del pacto ultimado en Bruselas.

Entretanto, Inés Arrimadas ha desaparecido de la escena pública. Después de su meritorio triunfo electoral, corre el riesgo de superar en virtualidad al propio Puigdemont. Una amarga victoria, de escasa eficacia práctica, a la que se añade el ninguneo por parte del independentismo para restar legitimidad a la fuerza de sus votos.

La locución latina «non bis in idem» contiene un principio general del derecho, la prohibición de que una persona sea sancionada «dos veces por lo mismo». En definitiva, establece un límite al poder sancionador y punitivo del estado al impedir una duplicidad de condenas por un mismo acto.

No se pretende invocar esta máxima en su sentido propiamente jurídico, que no viene al caso; sirva solamente para expresar el ruego de que no se reitere lo sucedido en Cataluña, sino que se inicie la legislatura con un gobierno que procure el entendimiento y centre su labor en los problemas reales de la ciudadanía, desterrando la idea sublime de la aplicación a la política del mando a distancia.