Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La cabaña de Wittgenstein

Un santuario de silencio y belleza en Noruega para aislarse y reflexionar sobre la redención, la palabra, la razón, el amor y Dios

Skjolden es, en Noruega, un pueblo ornado de la hermosura que le confiere la serenidad del fiordo de Luster, ramificación nororiental del de Sogn, esa extensa incursión de agua que, tras recorrer doscientos kilómetros, se detiene reverente a los pies de las alturas Breheimen y Jotunheimen.

Allí desembarcó, en un día frío y ventoso de octubre, un joven austríaco que buscaba la soledad que sus inquisiciones filosóficas reclamaban: Ludwig Wittgenstein. Corría el año 1913. El viaje por el agua, desde Bergen, duraba entre veinte y cuarenta horas. Pero a él eso no le importaba. Necesitaba alejarse, tanto como fuese posible, del ambiente, para él constringente, de la universidad de Cambridge, en el Reino Unido.

Fue a parar a aquel lugar por indicación y arreglo del cónsul austrohúngaro en Bergen, Jacob Kroepelien Jr., cuya familia mantenía relaciones comerciales con clientes y proveedores de la región. No era el sitio elegido inicialmente por Wittgenstein, que había pensado en otro más apartado, en el fiordo de Molde, o tal vez más al norte, pero no logró hallar el alojamiento que precisaba para pasar el invierno. Gracias a las gestiones realizadas por Kroepelien, lo encontró al fin en Skjolden, en el hogar de la familia Klingenberg, en el que permaneció hasta el momento de su partida definitiva, en junio de 1914, con dirección a Viena.

La casa, de madera, pintada de blanco, cubierta con lajas oscuras, existe aún, y también el espacioso e historiado balcón desde el que el joven filósofo contemplaba la alargada belleza del fiordo. Padecía por entonces, como se infiere de los diarios, una crisis personal, que no le impedía, sin embargo, dedicarse a la reflexión, el aprendizaje del noruego y la frecuentación de un reducido grupo de vecinos, con los que estableció un vínculo de espontánea, sencilla y perdurable amistad, que cultivó, hasta el fin de sus días, por medio de cartas y de visitas esporádicas.

Pero el pueblo no era todo lo silencioso que cupiera suponer. Atracaban y zarpaban constantemente, en el pequeño puerto, barcos que transportaban pasajeros, provisiones y los materiales que precisaban los granjeros de la zona. Había un ruido permanente, ocasionado por aparatos que troceaban el hielo, extraído del lago Eide, en bloques, para exportar a Gran Bretaña y Alemania, y por las máquinas que extraían la pulpa y el jugo de arándanos, fresas, cítricos y otras frutas, con las que se preparaban refrescantes zumos y deliciosas mermeladas, que hicieron famoso al empresario local Halvard Draegni.

A ello se añadía la bullanguera afluencia de montañeros y pescadores, en primavera, y de esquiadores, en invierno. Y como aquel no era el entorno plenamente silencioso que necesitaba para pensar, Wittgenstein concibió la idea de construir una cabaña. Tras darle vueltas, encontró el espacio retirado y tranquilo que ansiaba. En él se edificaría una casita desnuda, mínima, esencial, que lo cobijara. Sería como una laura en el desierto, reverdecido, de Judá: un santuario para aislarse, recogerse y morar cabe sí.

Llegó a un acuerdo con el propietario del terreno, Johannes J. Bolstad, para que le cediera unos metros, 7x8 aproximadamente, e hizo el proyecto de obra. La ejecución fue ya cosa de lugareños. La vivienda, que mostraba un aspecto alpino austríaco, se alzaba a unos 30 metros sobre el nivel del lago Eide (en noruego, Eidsvatnet), en un rellano de la pendiente montañosa que conforma la bahía Djupevikji.

En invierno, se accedía con patines o caminando sobre la superficie helada del lago; en verano, en barca. La cabaña se halla ahora en Bolstadmoen, en la parte alta de Skjolden, adonde fue trasladada por el vecino que la compró. Hizo algunas modificaciones. En el emplazamiento original, se conservan los sillares sobre los que se asentaba la construcción. En el empinado sendero que conduce a él, están aún las barras de hierro que el filósofo anacoreta hizo hincar, para agarrarse, en los tramos resbaladizos, y, en la ribera, el elevador del cubo con el que recogía el agua lacustre.

Cuando Ludwig Wittgenstein se fue de Skjolden en 1914, la cabaña no estaba aún terminada. Disfrutó de ella, en cambio, cuando visitó nuevamente Noruega en 1921, 1931, 1936-1937 y 1950. Los breves o largos períodos en aquel lugar maravilloso fueron intensos: "Mi mente estaba en llamas". En una carta a George Edward Moore, le confesaba: "Creo que venir aquí ha sido lo más adecuado, gracias a Dios. No puedo imaginarme que pudiera trabajar en otro sitio que no fuera éste. Es un decorado tranquilo, y quizá maravilloso; me refiero a su tranquila seriedad".

La belleza del paisaje y los paseos estimulaban, en efecto, sus facultades intelectuales, psicológicas y anímicas. Nunca antes ni después fueron sus pensamientos tan enteramente suyos, alumbrados en la "tranquila seriedad" de la naturaleza, de un pueblo y de una cabaña. Pensamientos que versaban sobre lo que somos, nos habita y trasciende: la palabra, la razón, el pecado, la redención, el amor y Dios.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats