Vaya por delante mi aprobación a la -a mi juicio- excelente Cabalgata de Reyes de este año. El desfile, que encabezaban acertada y emotivamente unos componentes de la sección de montaña del CEE ataviados como debían de haberlo hecho los pioneros de la bajada del monte Bolón en los años 60, me pareció, además de bien coordinado, coherente, al poseer un hilo conductor temático que recorría los diferentes conjuntos escénicos, dándoles un aire novedoso a las señas de identidad clásicas de esta tradición navideña. Para recordar. Debe reconocerse, por tanto, el empeño y la buena realización de los colectivos implicados, comenzando por los responsables municipales.

Sin embargo, no puedo decir lo mismo de la bajada de las antorchas del monte Bolón. Definitivamente, se la han cargado.

Después de las medidas que en su momento adoptara el equipo de gobierno popular para respetar la legalidad en materia de montes, tengo que confesar que me sentí esperanzado cuando, en aquel entonces, leí las palabras del otrora líder de la oposición y actual alcalde acerca de la «recuperación» de las antorchas si llegaba al poder.

Pero a la vista de los resultados de los últimos dos años, con pesar he de reconocer que esto se parece muy poco -siendo benévolos- a lo que había.

Sé que más de un responsable municipal argumentará con enojo que no se puede hacer más. Que la Conselleria es muy restrictiva y sólo autoriza cien antorchas. Que hay que lidiar con el viento cuando hace acto de presencia -este año, afortunadamente no, según me cuentan-. Que no se puede hacer fuego en el monte para preservar su flora y fauna. Que es difícil controlar a los participantes en esas circunstancias. Y mil razones más, en apariencia plausibles, por sensatas y razonables.

Pero, frente a ello, también podemos decir que los pueblos luchan por mantener sus tradiciones. Que hay ciudades que, ante las limitaciones de toda clase, e incluso ante agrias censuras a sus actos tradicionales, aguzan el ingenio para sacarlas adelante sin que se resienta su identidad. Y que lo hacen negociando con habilidad; pero sobre todo, por amor a lo propio.

Basta fijarse en lo sucedido en Alcoy, tras la polémica suscitada por un aberrante comentario de una política alicantina podemita sobre los pajes «de color» de su cabalgata, para saber de qué estoy hablando.

Estamos al cabo de la calle de que en nuestro país existen grandes limitaciones -en unas comunidades con mayor rigor que en otras- a la hora de hacer fuego en la montaña. Y que a pesar de ello perviven muchas tradiciones que, contando con los debidos dispositivos de seguridad, incluyen la utilización de fuego en los bosques y montañas; alguna de ellas postulándose a Patrimonio de la Humanidad o Bien de Interés Cultural.

Entonces, ¿por qué solo se autorizan cien antorchas en Elda y no doscientas? ¿En qué norma se establece ese cupo exacto? ¿Podrían ser trescientas o cuatrocientas si se hubiera negociado con mayor habilidad?

Lo que se vio del monte Bolón la tarde del día 5 desde los hogares eldenses -que es desde donde hay que contemplarlo- fue un espectáculo paupérrimo comparado con el que admirábamos hace años. Ni siquiera se ha puesto cuidado en que la luz de las linternas que sigue a las antorchas reales y simuladas tenga la misma tonalidad. Así que, junto a luces ledes blancas podías reconocer otras verdosas o rojas, o intermitentes; asemejando más una romería de excursionistas ocasionales que una comitiva de escolta a la realeza oriental. Y todo ello, mortecino; sin fuerza ni vigor alguno. Triste.

No tenemos remedio. No sabemos -o no queremos- luchar por nuestras genuinas y verdaderas tradiciones. Salvo que se trate de los Moros y Cristianos, claro está; en que incluso inventamos algunas sobre la marcha. Menos mal que ya mismo comienzan los actos conmemorativos de San Antón, y todo queda aparcado. Lo primero es siempre lo primero. O sea.