Carla y Juan acuden a terapia de pareja para tratar un conflicto grave que tuvieron recientemente. Han intentado resolverlo de todas las maneras imaginables, pero no se ponen de acuerdo, llegando al punto de plantearse una ruptura. El caso es que tenían previsto casarse; la fecha estaba fijada para hace unos pocos meses, pero la chispa saltó cuando ella le contó que sus amigas le habían preparado una despedida de soltera en un lugar que a él no le inspiraba confianza. Por otra parte, los costos del enlace habían ascendido muy por encima de lo esperado, y cada vez estaban más angustiados. La decisión final fue anular la boda.

Carla se sintió humillada ante todos los invitados, llegando al punto de pensar que jamás podría perdonarle. Juan, en el fondo, descansó aliviado. Ya se veía endeudado para pagar la celebración. Pero después de eso, las cosas fueron a peor. Pasaban todo su tiempo libre tratando de explicarse el uno al otro los motivos que les habían llevado a actuar como lo hicieron, pero ninguno parecía ceder. Ella decía que todo se arruinó por sus celos, y él que había actuado inconscientemente con la economía. Para colmo, la pareja tiene un hijo de poco más de un año, al cual deben concederle la mayor parte de su tiempo y las familias comienzan a rumorear por ambas partes.

Digamos, en primer lugar, que el objetivo de la terapia no consiste en decidir quién tiene la razón, cuál es la verdad. Ni siquiera qué sería lo más justo o correcto. A veces se confunde a un psicólogo con un abogado, con un filósofo o con un moralista. Se trata más bien de que puedan decidir qué quieren hacer con su relación, y una vez esté decidido y consensuado, encontrar y poner en práctica el modo de lograrlo. Suele decirse que el diálogo en la pareja es esencial, recomendable, sanador. Pero esto no es cierto. Carla y Juan han dedicado cientos de horas a conversar, debatir, discutir, negociar... Y no ha servido. El diálogo sólo es útil cuando es de calidad, es decir, cuando dejamos de pretender tener razón. La razón puede utilizarse para ocultar nuestros miedos, para anular la empatía.

Si, por poner un ejemplo, Juan hubiera dicho: «Tengo miedo de que vayas a esa despedida, aunque no tenga motivos», seguramente la respuesta de Carla hubiera sido bien distinta. De lo que se desprende la importancia de ser consciente de lo que en el fondo sentimos, tener la valentía de expresarlo, pedir lo que necesitamos, confiar en el otro entendiendo que no es nuestra posesión, y entender que hagan lo que hagan los demás, los únicos que podemos hacernos verdaderamente daño somos nosotros mismos.