La cuestión no es que el relato independentista haya sentado plaza en la esfera cultural catalana, sino por qué tantos catalanes y catalanas lo han secundado a pie juntillas, pese a todas las falacias que le acompañan.

Los mejores análisis sobre lo que sucede en Cataluña se centran en el contexto de la debacle que la mayoría de las sociedades han padecido como consecuencia de una década de profunda crisis. Puede demostrarse con datos empíricos cómo la desafección hacia la política, la puesta en cuestión de la democracia, el fracaso de instituciones que se creían firmes y estables, la corrupción, la desagregación del sistema de partidos, el auge de los movimientos ultranacionalistas y xenófobos, han impactado de igual manera en Cataluña que en el resto de España y en otras partes de Europa. Los datos y gráficos así lo atestiguan. La diferencia estriba en que, mientras en el conjunto de España la crisis ha dado lugar al nacimiento de nuevos partidos de factura populista, que han agitado y fragmentado la representación política, amenazando los fundamentos del sistema constitucional, en Cataluña esa misma desafección se ha canalizado hacia movimientos independentistas.

La cuestión es el porqué. Ciertamente, episodios tales como la actuación del TC en el caso del Estatuto de Cataluña, los conflictos constitucionales que se han sucedido a lo largo de los últimos años, el inmovilismo del PP, los reproches mutuos, etc. han sido las teselas de un mosaico de desencuentros. Pero todos estos hechos, que visibilizan la existencia de un conflicto, no fungen, para el independentismo, sino como argumentos superpuestos a un estado emocional que venía siendo cultivado en Cataluña, desde múltiples plataformas, mediante un adoctrinamiento sistemático que, por otra parte, encubría la responsabilidad de los partidos nacionalistas en la crisis (Convergencia, especialmente) así como la mancha de la corrupción.

No olvidemos que los estados emocionales colectivos han de ser tenidos muy en cuenta en los análisis sociales y políticos, tal como la psicología de la acción colectiva nos advierte. La fuerza emocional de las religiones, por ejemplo, como la de los nacionalismos, entre los cuales tantos puntos de conexión hay, no debe ser menospreciada. De hecho, se dice con fundamento, el nacionalismo ha operado como sustitutivo de la religión en la modernidad. Y ambos son evolutivos, y a veces, involutivos.

Desde sus raíces carlistas, el catalanismo político que emerge con fuerza en el último tercio del XIX se tejió con mimbres marcadamente étnicos, para evolucionar hacia un nacionalismo cívico que ha predominado hasta no hace mucho. Pero el actual, volviendo a las comparaciones religiosas (y no ya porque sectores religiosos catalanes apoyen con entusiasmo la ruta independentista), está allende estas categorías y bien se podría calificar, a falta de una etiqueta mejor, de nacionalismo profético. Un relato impactante que contiene los elementos principales del relato abrahámico de la edad del monolastrismo. No faltan en él la consagración de los orígenes, la dramatización de las penalidades sufridas, el victimismo, la fijación del enemigo, el exilio, una suerte de supremacismo de pueblo elegido y, finalmente, el llamado del profeta a la liberación final en la tierra prometida.

Lo peor, lo involutivo del nacionalismo profético -su talón de Aquiles- es su insensibilidad ante el aislamiento al que inexorablemente aboca, la renuncia a la apertura, la intolerancia que practica hacia quienes no participan de su credo, algo que incluso las religiones, en el plano teológico, hace siglos que han superado. Es difícil de entender cómo alguien pueda comprometerse en una ruta que conduce al aislamiento, al juego de suma-cero, todo-o-nada, buenos y malos.

Por toda Europa resurgen mitos identitarios que poco tienen que ver con los viejos nacionalismos decimonónicos y sí, tal vez, con los más cercanos radicalismos que la asolaron en el siglo pasado. En tiempos de globalización, de migraciones, de temor ante un futuro incierto, se percibe un repliegue hacia círculos de identidad, de lo conocido, sea cierto o arbitrario, o bien se cede a impulsos oportunistas de quienes pretenden deshacerse de lo que consideran una carga.

Pero estos impulsos identitarios, subjetivos, con ser importantes y dignos de respeto, pues todos nos definimos en virtud de una identidad, a menudo de varias, no se dan al margen de los supuestos políticos, económicos y sociales, ni pueden convertirse sin más en el fundamento de la soberanía.

En Cataluña, unida al resto de España durante siglos, social y económicamente integrada también en el espacio europeo, se han dado, a partir de la vigente Constitución, las mejores condiciones para que su heterogénea población pueda desarrollar sus atributos identitarios, su lengua, sus costumbres y sus anhelos. Pero el límite infranqueable a estos desarrollos es el respeto a los derechos de los demás y a los principios del Derecho que rigen en las sociedades civilizadas. Es cierto que hay un conflicto en Cataluña, en primer lugar entre los propios catalanes, un conflicto que solamente se puede abordar, primero, mediante el mutuo reconocimiento, y, segundo, mediante el esclarecimiento de la verdad, dejando atrás las tentaciones de convertir el conflicto, tal como el nacionalismo profético proclama, en una cuestión de poder, de sometimiento a sus dictados.