Antes de 2017, España, incluida Cataluña, tuvo que padecer su peculiar pandemia democrática gracias a esas nuevas asambleas y partidos políticos populistas, nacional-independentistas, de extrema izquierda, anticapitalistas, comunistas sobrevenidos y de otras imposibles siglas de dogmática ambigüedad, nacidas al calor de la mayor crisis económica que haya conocido nuestro país y al color de la mayor vergüenza nacional de corrupción que haya invadido tanto al PSOE como al PP. Se me antoja ocioso, confuso e interminable, clasificar todos esos partidos y agrupaciones políticas, dado el número de confluencias, siglas, agrupaciones «ad hoc», marcas blancas, mareas y otras alianzas que se fueron presentando en las circunscripciones autonómicas, en los municipios españoles, no exentas de un siniestro sesgo oportunista que solo creó confusión en la ciudadanía. Pese a esta omisión nominativa, estoy convencido de que ustedes dos conocen bien el batiburrillo de siglas sobre partidos políticos a los que me refiero, construidas, intencionadamente, a mayor gloria del utilitarismo de muchos, el miedo a desaparecer de algunos partidos si se presentaban solos con sus siglas (léase los comunistas de IU), y el meditado oscurantismo ideológico en el que siempre se ha movido el populismo de izquierdas. ¿Quién es quién?

Empezaron denunciando furibundamente la corrupción (solo la del PP) y el castigo de la llamada casta de la derecha política y sus privilegios, para acabar apostatando de la Transición y del régimen del 78, perverso icono de todos los males que acechaban a España (bueno, en puridad no decían España porque lo que ello significa y simboliza les producía terribles cefaleas existenciales, conceptuales y de principios). De ahí que a los pocas semanas de tomar el poder municipal y autonómico estos nuevos adalides de la democracia desestructurada y asamblearia del siglo XXI, comenzáramos a soportar la reivindicación totalitaria de las lenguas no castellanas, la reclamación excluyente de determinados zonas territoriales, la manipulación de la Historia, los relatos inverosímiles sobre supuestos derechos consuetudinarios robados por el centralismo español, la indisimulada aversión -por no decir odio- a todo lo que sonaba a religión (católica, por supuesto), y la tozuda, por manida, restauración de la Segunda República como único bálsamo curativo de todos los males. ¿Creación de puestos de trabajo? ¿Más y mejores inversiones en sanidad? ¿Soluciones para el agua que nos falta? ¿Sistemas educativos basados en el conocimiento, el esfuerzo y el mérito? ¿Ayuda a los jóvenes y jóvenas? ¿Más atención para la tercera edad? ¿Mejora del entorno urbano haciéndolo más limpio, seguro y habitable? No.

En efecto, ellos y ellas han cumplido?. a su manera. Vean. A favor de la creación de puestos de trabajo, legislaron para impedir la instalación de nuevos hoteles, prohibir proyectos empresariales de gran inversión económica, cerrar bares y restaurantes, perseguir veladores y espacios de ocio -fundamentalmente en lugares que consideraban como zonas pijas, zona nacional-, o, en fin, declarándole la guerra al turismo con cualquier excusa. A favor de una mejor sanidad, legislaron con ideología en vez de profesionalidad y eficacia; y como símbolo, soportamos cómo la progre y demagógica Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública despreciaba la donación de 320 millones de euros de la Fundación Amancio Ortega para la lucha contra el cáncer, algo de un sectarismo ideológico aberrante; cómo en comunidades autónomas -Baleares- controladas por los nuevos salvadores de la ideología de izquierda dogmática imponían obligatoriamente a los profesionales de la medicina saber catalán para trabajar en la sanidad pública; o cómo en Cataluña hubo más recortes en sanidad y menos inversión. ¿Por una mejor educación? Sí, imponiendo un modelo lingüístico que penaliza al castellano e impide, en la mayoría de los casos, que los padres puedan optar libremente qué prefieren. ¿Ciudades más limpias, seguras y habitables? Sí, se ha conseguido gracias al cambio de nombre de unas cuantas calles que, por fascistas, hacían irrespirable la vida a los ciudadanos y ciudadanas (por ejemplo, Calvo Sotelo, asesinado vilmente por policías y milicianos de la Segunda República antes de la Guerra Civil; o los partidos del «cambio», como Podemos e IU de Sevilla, que pretendía "cambiar" el escudo de la ciudad porque no respeta las normas de paridad, vulnera la Memoria Histórica, no representa a todas las religiones y es machista). Y por cierto, lo de la limpieza de las ciudades no ha lugar porque es un lujo pequeño-burgués; la seguridad resulta un mantra de la derecha más rancia; y las tradiciones navideñas, incluidos Reyes Magos, son xenófobas, racistas y nacional-catolicistas. Todos esos graves problemas que padece la sociedad lo han solucionado estos progres alternativos poniendo de cualquier manera centenares de kilómetros de carril-bici, cambiando el nombre de las calles y atacando, sobre todo, símbolos o advocaciones religiosas católicas.

Pero no ha tenido que transcurrir demasiado tiempo para comprobar cómo estos progres, estos antidemócratas, estos fascistas, estos talibanes, estos sectarios, han abandonado a la ciudadanía para enfangarse en su ideología preferida, en su ideario más ético: el del salario para sí y para sus amigotes y amigotas asesoras; el sueldo, el dinero. Antes de finalizar 2017, todos esos ideólogos unidos para luchar contra el fascismo, la derecha extrema, la corrupción, los privilegios de la casta, el amiguismo en política, el transfuguismo, los asesores personales y los sueldos, han acabado visitando el Museo del Prado para mirar un solo cuadro: «Duelo a garrotazos». Pintura negra de Goya; España negra; cainismo negro; política negra. Historia negra de una decepción anunciada.