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Jorge Fauró

Opinión

Jorge Fauró

Y, sin embargo, se mueve

La naturaleza tuvo a bien situar a Alicante en un enclave privilegiado del mapa. Bañada por un mar cálido, sol la mayor parte del año, playas fabulosas y una temperatura ambiente envidiable. Con estos mimbres, no es de extrañar, por tanto, que la Costa Blanca cierre un año récord en número de turistas, al igual que el aeropuerto, que no descarta llegar a los 14 millones de viajeros antes de que toquen las campanadas. Otro tanto de lo mismo para el conjunto de la Comunidad Valenciana, donde el turismo dejará este año 8.700 millones de euros y su peso en el PIB crecerá en dos puntos.

No son pocos los alicantinos que a menudo presumen de la tierra en que viven, y no les faltan razones. Pero imaginen ahora que la provincia fuera la misma y, con idéntica fisonomía, los mismos pueblos y la misma población, la trasladáramos a los pies del Atlántico, con apenas un par de meses de sol al año, playas aceptables (sólo aceptables) y un clima lluvioso, con el que el solo hecho de salir a pasear constituyera un acto de valentía y de necesidad, una cuestión de fe. Es bastante probable que a pesar de la gastronomía, la historia y las fiestas tradicionales, esa Alicante atlántica no liderara la estadística que más adelante pueden leer en estas páginas.

La provincia lleva décadas jugándosela a su situación geográfica y al maravilloso don con que la ha dotado la naturaleza, pero muy poco puede presumir de elementos externos que dependen absolutamente de la mano del hombre y de la imaginación para hacerla más atractiva que otras áreas competidoras. La Costa Blanca rompe año tras año su récord de visitantes a pesar de los pesares, sin tren de la costa, sin comunicación ferroviaria con El Altet, con una actividad cultural en desventaja, sin apenas ofertas de ocio que por sí solas se basten como reclamo. Piénsenlo, porque quizá llegue una época en que no brille tanto el sol, el mar se coma las playas o llueva como en Galicia. Y no parece que haya plan B.

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