El poeta y político venezolano Andrés Eloy Blanco escribió en 1959 un hermoso pero triste poema reivindicativo a más no poder. Una madre negra se lamenta de la pérdida de su bebé negrito. El único consuelo que le queda es que dios lo tenga colocado como angelito del cielo. Pero una comadre no muy bien intencionada se lo deja claro: «¡Desengáñese, comadre, que no hay angelitos negros!». A partir de ahí todo el poema es una lastimera petición dirigida a todos los pintores, propios y foráneos para que pinten en retablos y alcobas, angelitos negros en un intento desesperado de ver algún día a su negrito por el éter del óleo y la trementina. Pero no solo pide ángeles negros, también ángeles catires, blancos, morenos, indios, rojos, amarillos en un afianzamiento de ese «aquí cabemos todos o no cabe ni dios» que debiera ser sagrado. Luego vino otro ángel caribeño, el gran Antonio Machín, con su voz nasal, como de terciopelo ajado a adornar el poema con música y maracas de organdí. Viene este introito a cuento de resultas de la polémica desatada en Alcoy a tenor de si es políticamente correcto que los pajes de la cabalgata más antigua de España vayan pintados de negro. Bien, si tenemos en cuenta que la cabalgata es una suerte de auto sacramental, una especie de obra de teatro en la calle, participativa a más no poder, con su atrezo y sus disfraces encaminados a darle verosimilitud en el tiempo, quien quiera que vea burla, mancilla, chacota en ella tiene un importante problema de mente turbia o un enfermizo vicio de descontextualización. Sir Laurence Olivier, uno de los mejores actores del mundo, en trance de representar una escena en la que había de mostrarse agotado después de una carrera, se quedó sentado en una silla fumándose un puro. El actor secundario que lo acompañaba tuvo que recurrir a correr como alma que lleva el diablo para estar a la altura. Cuando acabó la grabación, el secundario preguntó al maestro porqué si él había corrido como un poseso, su interpretación había sido más mediocre. Sir Laurence contestó: «Es que yo soy actor». Estaba haciendo arte con mayúsculas. Y el actor genial, en otra ocasión, tuvo que someterse a embetunarse la cara para representar el mejor Otelo que haya salido de la tarima de un teatro. No era Laurence Olivier, era Otelo, una mala bestia curtida en mil batallas, apisonadora de amapolas, triturador del aire y vencido por el demonio de los celos al que el respetable aplaudía a manos llenas. ¿Qué importancia tenía el betún de su cara, si era un dios negro azabache, solemnemente bestial, salido directamente de las tripas de Shakespeare? ¿Alguien miró entonces que el genio del escenario era un negro de mentira, alguien lo mira así ahora?

«El cantante de jazz», la primera película con sonido sincronizado estaba protagonizada por Al Jolson, un actor blanco. Dicen que la sociedad de entonces no soportaba a un negro haciendo maravillas con la voz. De modo que contrataban a un blanco al que pintaban de negro, para hacer las mismas maravillas. Han pasado más de cien años, por el amor de dios, y sea como fuere, «el cantante de jazz» es historia del arte. Y la maravilla es ya la misma salga de un pescuezo negro o de un pescuezo blanco. Estaban haciendo arte tal que nuestros pajes a los que les cabe el orgullo de repartir durante unas horas, el universo inmaculado de la inocencia. Por favor, señoras y señores de la modorra negritud, que confunden el culo con las cuatro témporas del año, dejen de emponzoñar con sus quistes y beaterías la mirada de los niños, porque en esa noche mágica y llena de arte, con cientos de actores, no hay blancos ni negros. En esa noche sólo hay neón cegador, escaleras rojas y perseidas de papel.