Puede parecer una temeridad afirmar, en el inicio de los festejos navideños, que la fiesta parece acabarse, pero ni mucho menos nos referimos a unas celebraciones tan entrañables y familiares, sino que hablamos de la gran fiesta que las economías occidentales, y particularmente las europeas, parecen haber vivido en respuesta a la gran crisis desencadenada en 2008 a través de lo que se ha denominado como Expansión Cuantitativa (QE por sus siglas en inglés, Quantitative Easing). El enrevesado nombre procede del programa puesto en marcha allá por el año 2008 por la Reserva Federal norteamericana (FED), el Banco Central de los Estados Unidos, para estimular una economía azotada por la entonces incipiente crisis económica, teniendo allí el objetivo primordial de conseguir reducir la tasa de paro.

Mediante estas políticas, promovidas por bancos centrales como el de Inglaterra, Japón junto al Banco Central Europeo (BCE), se ha procedido a una compra masiva de títulos de deuda, fundamentalmente públicos, con el fin de aumentar la masa monetaria e inyectar liquidez en los sistemas económicos de los países. Se pretendía con ello que los inversores dejaran de comprar deuda pública, optando por destinar su dinero a otorgar créditos que dinamizaran la economía productiva y así generaran crecimiento económico, activando la generación de empleo.

Desde que en marzo de 2015 el presidente del BCE, Mario Draghi, tomó la decisión de impulsar estas políticas económicas no convencionales mediante la compra masiva de activos, las economías de la zona Euro han vivido un cierto crecimiento, al tiempo que han tenido niveles de inflación cercanos al 2%, con un aumento del dinero en circulación. Todo ello ha tenido un papel determinante en esa aparente recuperación económica que desde diferentes gobiernos de la eurozona, como el de España, se ha venido proclamando a los cuatro vientos.

Es cierto que el crecimiento de nuestra economía, a pesar de tener un déficit público por encima del límite establecido en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento acordado por la UE, no ha estado sometido a volatilidades externas, ni siquiera a las incertidumbres derivadas de la inestabilidad en Cataluña. Pero no hay duda de que la crisis permanece entre personas, familias y empresas, habiendo aprendido que lo vivido no es un episodio puntual, sino una manifestación de los profundos desequilibrios globales que en las últimas décadas se han alimentado. Las políticas de austeridad, aplicadas con saña durante la crisis, han demostrado que los gobiernos e instituciones que las promueven son indiferentes ante su demoledor impacto humano, como si fueran pilotos de drones manejados a miles de kilómetros de distancia, implacables ante las víctimas que puedan causar. Todo ello a pesar del empobrecimiento generado, el aumento de la desigualdad que se ha alimentado y la desconfianza hacia un sistema político y económico causante de tantos daños, dejando como herencia una sociedad mucho más dual.

Hoy en día, buena parte de los países, y desde luego España, tienen que afrontar problemas capitales, entre los que se encuentran el aumento de la desigualdad de ingresos y de las tasas de pobreza, la creciente inseguridad laboral, el cambio climático con sus devastadores efectos, así como la desregulación de unos mercados financieros que marcan las políticas mundiales. Y es cierto que en nuestro país se añaden, además, otros desafíos políticos de envergadura, pero no menores de los que puedan tener otras naciones europeas de nuestro entorno. Posiblemente nos falta creer más en nosotros mismos, recuperar una autoestima como sociedad y como proyecto colectivo, dañado por tantos años de miedos, incertidumbres, cambios económicos y sociales, políticas y políticos fallidos e instituciones erosionadas. Y ahí, las políticas económicas tienen que dar paso a la recuperación de las buenas políticas que persigan una sociedad mejor que impida esa precarización extrema, en todos los órdenes y niveles, que se extiende como ideología tramposa.

Ahora bien, de cara al próximo año 2018, el BCE debate a fondo la retirada de la política de estímulos cuantitativos, que tanta importancia ha tenido para países como España y que ha servido para impulsar los despegues en nuestras economías sin eliminar buena parte de sus riesgos, al tiempo que ha financiado los elevados déficits por la puerta de atrás. Por lo pronto, el BCE ha anunciado una retirada gradual en el programa de compra de bonos a los países europeos, lo que afectará de manera sustancial a España debido a su elevado endeudamiento público. Pero la gran incógnita es cómo reaccionaran los mercados y, sobre todo, qué impacto tendrá en una economía como la española, cuyas bases estructurales siguen siendo tan deficientes, debilitada todavía por el tremendo impacto de la gran crisis vivida.

De manera que parece terminar la fiesta monetaria que el BCE ha venido organizando en los últimos treinta y tres meses, que ha sido una de las claves de nuestra recuperación económica. Y es legítimo preguntarnos si nuestro gobierno está preparado para afrontar los cambios que se avecinan. Permítanme dudarlo.