Nos juntábamos en aquella cocina pequeña, junto al patio grande de la humilde casa de los abuelos, primas, hermana, vecinos compartían el paveo y el toñeo de la más auténtica Vega Baja. ¡Viva la Vega Baja! Toñas reposando en los baúles de las sábanas limpísimas, almendraos, serenos, alcordiales, roscos, mantecadas grandes con canela y azúcar, almojábanas, todo ello con la dirección de la abuela Manuela, que nunca fue niña, ni madre, solo fue abuela siempre a nuestros ojos. Rojales, qué maravilla de lugar para endulzarse la vida.

Después niños pequeños, muchos amigos y una finca grande en la huerta alicantina con otra maestra de ceremonias, nos echaban a los hombres fuera - extra omnes (todos fuera)- como en los cónclaves y se divertían toda la jornada poniéndonos verdes y haciendo los dulces navideños para todos. El tiempo de crianza. Con los niños metiendo los dedos en la masa y la dulce Elena enseñando cómo hacer las mejores magdalenas del hemisferio norte con la receta de la abuela Manuela. Generación tras generación, que lo bueno no se pierda.

Ver en los ojos de tu hijo el mismísimo trineo de Papá Noel con sus renos cruzando por el cielo de Mutxamel. Pasear por las ferias y fiestas navideñas con artesanos, animaciones y cientos de papás noeles y reyes magos (por algo son magos). No mirar el futuro, llenando de regalos a tus hijos, quitándote todo a ti mismo. Ir a Santa Pola, a Friomed, o a Amaro, en Alicante, a por esos langostinos que te guardan cada año, todo para crear un buen ambiente con los que más quieres o simplemente con aquellos que te acompañan en la vida. Recordar juntos a los que echamos de menos y recuperar su espíritu entre la nostalgia y la alegría de volver a tenerlos en nuestra compañía, aunque sea mental.

Juntarnos con amigos, grupos más o menos artificiales de wasap aunque sea, compartir lo que tienes y reír. Sentir que no estás solo, recordar buenos momentos e intentar cazar uno nuevo, bueno, para su disco duro.

Comer aquellas cosas que escondemos y evitamos el resto del año, beber lo que no sabemos si es que nos gusta o es obligación social. Ser solidarios, aunque sea un rato en el súper o en un evento. Pensar con cariño en quienes trabajan mientras tú estás de vacaciones: hosteleros, policías, personal de guardia, sanitarios, emergencias, etcétera. No está mal esa tradición de la pascua judía de dejar una silla para el profeta Elías o para el necesitado que no tiene donde ni con quien celebrar las fiestas.

Y desear que podamos todos vivir esos recuerdos, esos dulces recuerdos un año más, para volver a notar esa ilusión, esa renovación tal y como nuestra cultura nos enseña, en familia, con pantagruélicos manjares y rodeados de vida, de niños, de ilusión y de ese bien tan escaso como necesario, amor del bueno. En positivo. Dulces recuerdos y felices fiestas.