El jueves de la semana pasada, mientras realizaba la cata de un magnífico jamón, adquirido esa misma tarde en un establecimiento recientemente inaugurado en el centro de Elche, sintonicé en mi televisión las noticias de una cadena local ilicitana. Lo hago, en ocasiones (lo de ver las noticias locales, no lo de catar jamón por desgracia), por si algún hecho relevante de la actualidad me sirve como inspiración para escribir un artículo.

Lo cierto es que el corsé que me he impuesto a mí mismo, que como sabrán consiste en intentar traer a colación asuntos, más o menos relevantes, de nuestra ciudad, con el pretexto de un texto literario, hace que a veces las musas no llamen a mi puerta. Pero después de contemplar el noticiero que les refería, no sólo me vino a la cabeza una obra, sino una corriente artística entera: el surrealismo.

El surrealismo es un movimiento artístico, surgido en Francia en la década de 1920. Su manifiesto fundacional fue publicado por André Breton en 1924; en él se explica que la situación histórica en aquel momento de posguerra hacía necesario un arte nuevo que explicara la condición humana en su totalidad. En este movimiento, el arte nace del automatismo puro, de una forma de expresión en la que la mente no ejerza ningún tipo de control.

Aunque el surrealismo nació oficialmente con el Manifiesto Surrealista de Breton, sus objetivos artísticos ya se habían plasmado de forma nítida en las obras de artistas muy anteriores, como Giuseppe Arcimboldo (1526-1593), Pieter Brueghel el Viejo (1525-1569) o Hieronymus Bosch (1450-1516). Este último, más conocido en España como «El Bosco», es, de los tres, mi favorito. En el Museo del Prado se pueden contemplar catorce de sus obras; no dejen de admirar todas ellas pero, si me piden que señale dos, les recomendaría el Tríptico del carro de heno y, en especial, el Tríptico del jardín de las delicias.

Probablemente, El Jardín de las delicias es una de las obras más enigmáticas, asombrosas y bellas de la historia del arte. En ella, El Bosco representa al mundo entregado al pecado y muestra a hombres y mujeres desnudos, manteniendo relaciones -algunas contra natura- con una fuerte carga erótica o sexual alusiva al tema dominante en esta obra, el pecado de la lujuria.

Si la noche en que vi el espacio televisivo que me ha inspirado este artículo hubiera estado entregado al pecado de la lujuria, en lugar de al de la gula, seguramente me habría ahorrado el bochorno de contemplar en la pequeña pantalla como dos concejales del equipo de gobierno, dos (el de Participación y el de Parques y Jardines), elevaban a categoría de noticia la inauguración de un jardín con juegos «biosaludables»; noticia ilustrada con imágenes de los ediles jugueteando en el parque, al tiempo que afirmaban que todo ello se había creado gracias a los «presupuestos participativos», en los que no participa casi nadie y que son, junto a la «transparencia» proclamada y perdida hace tiempo, las mayores boutades de los socios compromisarios del gobierno tripartito.

Esta aparición estelar en la televisión de nuestros dos munícipes me confirmó lo que muchos estudiosos afirman: España es uno de los países en los que el movimiento artístico y literario surrealista ha alcanzado sus más altas cotas. Dejando a un lado las artes plásticas, con Salvador Dalí a la cabeza, podemos hablar también de representantes del surrealismo en el cine y en la literatura española que han logrado un amplio reconocimiento internacional.

En el cine despunta, sin ningún género de dudas, la figura del insigne aragonés Luis Buñuel, con películas como Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930). Un perro andaluz, quizás su filme más conocido de su etapa parisina y surrealista, está inspirado en un poco convencional guión que trata las tribulaciones sexuales de un joven; el guión fue escrito en colaboración con Dalí, que por aquel entonces ya había enfriado su relación con Federico García Lorca, su más íntimo amigo hasta la fecha.

García Lorca, precisamente, también tuvo su época surrealista. Su magnífico poemario Poeta en Nueva York, escrito durante su estancia en la ciudad de los rascacielos, entre 1929 y 1930, recoge en muchos de sus versos ese ensambladura fortuita de palabras, esa reseña de sueños y esa liberación del lenguaje mediante diversos artificios, tan propios de la literatura surrealista.

La otra noche, mientras comía jamón frente al televisor, me di cuenta de que mi primera apreciación sobre los dos ediles había sido injusta; debo pedir disculpas por mis comentarios anteriores. Lo que pretendían hablándonos de juegos biosaludables y presupuestos participativos, mientras se balanceaban rítmica y acompasadamente sobre los aparatos recién instalados, era instruirnos sobre los grandes logros en la gestión de sus respectivas áreas de una forma didáctica y amena.

A lo mejor, con un vídeo de estos dos ediles o, mejor aún, con uno de Xavi Castillo con un embudo en la cabeza (como en otro cuadro de El Bosco titulado La extracción de la piedra de la locura), nos podrían explicar algunas cosas, relacionadas o no con los presupuestos participativos.

A muchos ciudadanos nos gustaría saber, sin ir más lejos, cómo va la lucha contra el picudo rojo, por qué hay más barracones en los colegios ahora que al principio del mandato, qué dice realmente el contrato del nuevo Mercado sobre la peatonalización de la Corredora, qué se pretende hacer para fomentar el turismo, o cuándo va a aceptar el alcalde la petición de Compromís (no muy virulenta, eso sí) sobre la destitución de Blanca González.

Todo demasiado surrealista, quizás. Sigamos pues con el jamón y apaguemos la televisión.