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Martín Caicoya

Ética de la experimentación

Los ensayos con humanos, necesarios para buscar la cura a enfermedades, han de contar con el beneplácito del Comité de Bioética

Las enfermedades causaron en las guerras más muertes que las armas. Hace tiempo que se sabe que no fueron los conquistadores los que diezmaron la población indígena, sino los microbios que los acompañaban. Mientras ellos habían adquirido resistencias, los moradores de las Américas no tenían ninguna defensa.

El 10 de agosto de 1519 una flotilla española formada por cinco barcos al mando de Magallanes partió del puerto de Sevilla. La tripulación estaba formada por 237 hombres. Tres años más tarde atracaba en Sevilla un solo barco conducido por Juan Sebastián Elcano. En esos tres años hubo motines, ejecuciones, empalamientos, naufragios, combates y una terrible hambruna. Pero el principal problema fue otro, fue el escorbuto. La misma suerte hubiera corrido Cabot, el capitán francés que se adentró en el San Lorenzo con la tripulación diezmada por el escorbuto. Pero tuvo la suerte de que los indios que allí habitaban le dieron una planta con la que protegió los restos de su tripulación. Gracias a ella, Quebec quedó en manos francesas.

James Lind, era en 1747 cirujano del "HMS Salisbury", una nave de 50 cañones encargada de patrullar el Canal de la Mancha. Tras ocho semanas en el mar, y cuando el escorbuto comenzó a hacer mella en la tripulación, Lind decidió comprobar si verdaderamente, como creía, la putrefacción del cuerpo provocada por la enfermedad podía prevenirse con ácidos. Dividió a 12 marineros enfermos en seis parejas y a cada una de ellas le suministró un suplemento diferente en su dieta: sidra, elixir vitriólico (ácido sulfúrico diluido), vinagre, agua de mar, dos naranjas y un limón, o una mezcla purgante. "Los buenos efectos más repentinos y visibles se observaron con el uso de naranjas y limones", escribiría Lind. "Uno de los que los tomaron estaba apto para el servicio a los seis días; el otro fue el más recuperado de todos en su condición, y estando ya bastante bien, fue asignado como enfermero del resto". A pesar de ello continuó defendiendo que el escorbuto era el producto de múltiples causas: "Dieta inadecuada, aire y confinamiento". Porque fracasó cuando comprobó que el jugo de cítricos concentrado, para facilitar su transporte y el almacenamiento, no curaba. Ahora sabemos que la cocción destruye la vitamina C. Finalmente, en 1795 el almirantazgo británico impuso los cítricos en la dieta de los marineros. Se les veía formados en cubierta para beber el jugo de lima, de ahí que se los llamara "limies". Cuánto contribuyó el jugo de cítricos al poderío naval británico y cuánto a la derrota de la flota hispano-francesa en Trafalgar, no sé si se ha investigado.

No veo en el experimento de Lind demasiados problemas éticos desde la perspectiva del siglo XXI. Eran enfermos, no se conocía un remedio eficaz, se especulaba con que cada uno de ellos pudiera serlo, por tanto no se les sometió a un riesgo injustificado. Hoy se exigiría consentimiento informado. Más criticable es el experimento realizado por Goldberger ya en los comienzos del siglo XX para conocer la causa de la pelagra. Consiguió que el gobernador del Estado indultara a los presos que se sometieran a la dieta experimental que el investigador había diseñado, como la que seguían los trabajadores del algodón: maíz y más maíz. En poco tiempo enfermaron de pelagra. Y se curaron con una dieta variada en la que había carne, leche. Él sí se dio cuenta de que era una carencia, de algo que llamó factor "p.p." protector de la pelagra.

Presos y locos institucionalizados fueron durante las primeras décadas del siglo XX voluntarios forzados a someterse a experimentos. Grande Covián se sirvió de estos últimos para probar el efecto de las grasas en el colesterol de la sangre. Quizás el mayor escándalo ocurrió con el experimento que trataba de conocer cómo evolucionaba la sífilis. Para ello, con fondos públicos, se siguió durante años a una cohorte de negros infectados a pesar de que en el curso de eso años se descubrieron remedios eficaces. Cuando una denuncia periodística lo hizo público fue una convulsión política, que desencadenó una legislación protectora que se imitó en todo el mundo. Pero no fue suficiente, pues se buscaron formas de sortear las exigencias que incluyen el consentimiento informado. Se ha hecho en las prisiones, un lugar ideal para el estudio porque uno tiene a la población bajo completo control. A cambio de aceptar ser inyectados con agentes potencialmente patógenos por ejemplo, les ofrecen dinero que tanto necesitan en esas condiciones. Es verdad que firman un consentimiento informado, que, por tanto, a la voluntariedad se suma el que teóricamente saben lo que hacen. Pero es una libertad de elección restringida y sería debatible afirmar que realmente entienden el riesgo que corren. Hoy día, por ley, cualquier experimento con humanos debe ser aprobado por el Comité de Bioética, una garantía que creo puede evitar estos abusos.

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