Todos los que tenemos cierta edad recordamos con nostalgia aquella canción de Lone Star, entre rockera y protesta, llamada Mi calle, que decía o mejor dicho denunciaba situaciones sociales injustas como en el párrafo «vivo en un lugar donde no llega la luz, niños se ven que van descalzos sin salud», en tiempos de censura política, social y cultural. Mi calle, es también una película de 1960, que los cinéfilos guardaran celosamente, de estilo costumbrista, coral y que reflejaba la sociedad de aquella época. Todos y cada uno de nosotros tenemos nuestra calle, no ya en la que residimos en nuestra madurez, sino aquella en la que nos criamos, en la que jugamos, en la que hicimos amigos que al pasar los años lo siguen siendo, en la que en los años en los que no había tanta tecnología de entretenimiento, la calle era nuestra particular ágora. En nuestras calles muchos hemos construido nuestra infancia y juventud, hemos ganado partidos imaginarios en el Bernabeú, hemos sido el chico de la película recién estrenada, y hemos sentido el cosquilleo de los primeros amores.

Por indicación de un amigo, cayó hace unos días en mis manos un libro de Manuel Iborra, afamado director alicantino de cine, titulado La calle más bonita del mundo, en la que el cineasta cuenta con buena carga de melancolía sus experiencias y vivencias de su infancia cuando residía en la Rambla de Méndez Núñez. Unicamente una cosa no me gustó del libro, cuando el autor se refiere al Paseíto Ramiro como sitio lúgubre y sin niños. Seguramente lo visitaría en un día aciago para él y de incompresible recogimiento de las mesnadas infantiles que se daban cita a diario en el Paseíto Ramiro, al que nunca, ni en las cartas que con posterioridad dirigíamos a nuestras casas, denominamos Plaza del Teniente Luciáñez. El respetable militar no estuvo nunca en boca de los alicantinos por mucho que la oficialidad de la época así lo determinara.

Somos muchos alicantinos los que, desde los tiempos del régimen franquista, seguimos llamando Sagasta a la calle San Francisco. Hay lugares, plazas, calles, parques, que por mucho que se empeñen, desde su ignorancia sectaria, algunos de los que alcanzan el poder municipal, nunca cambiaran su esencia, su historia, su idiosincrasia derivada de sus vecinos. Las leyes ordenan la sociedad, son imprescindibles para el respeto, para el cumplimiento de los deberes y obligaciones y para la protección de los derechos individuales y colectivos, pero no pueden cambiar la historia ni la memoria de una nación, de una ciudad, de un barrio, de una calle.

Seguramente hay nombres en el callejero que rechinan en los oídos más ecuánimes, pero el totum revolutum con el que el tripartito, que gobernaba hasta hace pocas fechas Alicante, quiso aplicar a la manida Ley de la Memoria Histórica en más de cuarenta calles alicantinas, ha quedado como una muestra más de sus decisiones exasperantes, que, como tales, han acabado en los tribunales de justicia, bien por parte de la oposición o bien por familiares afectados como en el caso inaudito de la Plaza de Calvo Sotelo, que todos conocemos como «parque de las palomitas». Los funcionarios de mantenimiento urbano no dan para tanto quita y pon de placas en las vías públicas, por mor de unas resoluciones municipales sin consenso y más arbitrarias que necesarias.

Las calles, no se enteran los munícipes, son de los vecinos. Estos las hacen, las conforman a lo largo de los años con sus vivencias, dándoles el carácter, la personalidad, esa singularidad que es propia de cada una de ellas. Los nombres de los próceres a los que la oficialidad de turno les dedica, no son sino meros instrumentos, a veces de propaganda política y las menos reflejo de la historia del barrio donde se ubica. Pero nunca podrán sustituir al imaginario colectivo que los habitantes de una calle, de un barrio, tienen de sí mismos, de los rasgos esenciales que les marcan y hacen diferentes en la correspondencia, concordia y conformidad con el resto de ciudadanos de su urbe.