Inmersos, como de hecho estamos, en la sociedad de la comunicación, en el reino de las redes interactivas, nos preguntamos si la avalancha de opiniones que nos abruma no terminará por disolver los supuestos sobre los cuales se sustenta la democracia misma, tal como la conocemos; si la «ciudadanía electrónica» no acabará por arrumbar, en cuanto que se presenta como directa y auténtica, los cauces mediante los cuales se expresa la ciudadanía jurídicamente organizada.

A la vista de procesos recientes, realizados por vía de referéndum o mediante elecciones, o de otros que están por realizar, como próximamente en Cataluña, se discute sobre el papel de la llamada ciudadanía electrónica, sobre si es o no un fenómeno que viene a aportar la necesaria legitimidad ?dada su inmediatez- a las supuestamente superadas formas de decisión y deliberación democráticas. Una ciudadanía electrónica que, como muchos señalan, estaría llamada a sustituir al clásico citizen (el ciudadano nacional), e incluso al denizen (el residente que vota), para instalar en su lugar al denominado netizen, el tipo que actúa en la red.

Porque la ciudadanía electrónica supone un paso más respecto al estadio anterior de la «sondeocracia», el mundo de las encuestas de opinión, las cuales trazaban el mapa mental de partidos y dirigentes a la hora de tomar decisiones. La democracia electrónica, no lo olvidemos, aspira a ser algo más: un vehículo deliberativo, no sólo de opinión individual agregada. Se habla, por ejemplo, de las DOP (deliberative opinión poll), instrumentos que permiten, a la vez, expresar opinión y deliberación. Y ello (que no vendría nada mal para activar la participación en el seno de grupos homogéneos, como los partidos políticos) se presenta como el cauce idóneo para suplantar los caducos y atascados cauces de la democracia constitucional con vistas a implantar un «régimen de opinión», de opinión pública en caliente.

Son muchos, sin embargo, como se ha destacado, los riesgos que trae consigo la ciudadanía electrónica: supone implantar una suerte de ciudadanía censitaria, en la medida en que margina a quienes no poseen medios técnicos o conocimientos suficientes; siembra dudas sobre las garantías del proceso (por ejemplo, la identificación del sujeto que actúa, o las múltiples maneras de manipulación del debate); deslegitima y se contrapone a la legitimación formal electoral; devalúa el sistema representativo y los filtros democráticos que amparan los derechos de la ciudadanía en un sistema de democracia constitucional.

Pero el principal riesgo de este tipo de «democracia en directo», en caliente, más que directa, es su pretensión de configurar, frente a la soberanía popular -que contiene de suyo los principios normativos que la articulan y la hacen posible- una suerte de democracia auténtica, esencialista, en el sentido de que aspira a ser portavoz del verdadero pueblo, capaz de determinar las propuestas normativas. Se trata en el fondo de un planteamiento pre-democrático, un regreso al estado de naturaleza, en el que todo vale.

La ciudadanía electrónica ha venido para quedarse, de esto no hay duda. Bienvenida sea si sirve para ampliar el espacio de la comunicación y la deliberación públicas. Pero no puede erigirse en un régimen político de opinión que desemboque en una dictadura de la opinión. Frente a ello se alza ?y hay que perseverar sin desánimo- el conjunto de derechos, principios, procedimientos y garantías que hacen posible, en paz y libertad, el ejercicio de la soberanía popular. Sin ellos, a merced de la dictadura de la opinión, nada estaría asegurado, ni la libertad del individuo, ni el derecho real de participación, ni el respeto a las minorías. No hay democracia sin ley que la vertebre.