Si entendemos que la escultura, como cualquier expresión artística, es también, además de creación, la expresión de un sentimiento, deberíamos valorar la implicación con que el artista realiza su trabajo, exponiendo su realidad como persona que busca su propia identidad. Pero esto no es definitivo, pues aunque el trabajo y el tiempo empleados en ello, como me decía el escultor Baltasar Lobo, es el principio del análisis y en definitiva la mirada consecuente que da valor a la obra, deberíamos estar de acuerdo con que la escultura, sobre todo, supone también y fundamentalmente un esfuerzo sobre el dominio de la materia. Y en esto Frutos María ha sido, desde siempre, un dominador, un trabajador incansable que no se conforma con los resultados fortuitos sino que busca la determinación de un deseo.

No existe en ningún caso una voluntad artística que sea ciega, tampoco la de Frutos que, desde sus inicios y de manera instintiva, ha tenido siempre ese impulso vital sobre lo que significa el trabajo del arte. La escultura, ya en la escuela, se le presenta como un ejercicio en el que debe imponer su propio criterio sobre lo que está bien o mal. Rebelándose contra la forma puramente natural, decide mantener su idea, a pesar de que no será entendido por algún maestro preocupado exclusivamente por su visión tradicional.

A partir de esta personalidad, también la pintura se incorpora a su trabajo como otra reflexión sobre el arte. Una expresión paralela en esa multiplicidad que lo distingue y lo define como artista y como persona. Una dualidad nada extraña, ya que figura como una condición propia del artista que posee una mirada diversa, que busca la plástica en el dominio de su intereses, donde realmente está, como así lo han demostrado tantos artistas a lo largo de la historia del arte. No existe, como se pudiera creer ingenuamente, contradicción alguna entre estas dos actividades, al contrario, la búsqueda de esta relación es propia del artista cuyo carácter investigador es el espacio plástico por si mismo.

Como es lógico y no puede ser de otra manera, Frutos toma del arte, de los artistas, aquello que le sirve para analizarse y habilitarse, para explorar todo aquello que se adapte a su mente creativa, a su voluntad de realizador de objetos en las dos o en las tres dimensiones. Estos referentes los encuentra en la investigación de la geometría, en la escultura, y de la materia y la textura, en la pintura. En su obra subyace la gran tradición de la escultura del siglo XX, de Chillida, Oteiza y la visión del minimalismo. Y en la pintura, su relación con el informalismo matérico. Frutos sintetiza su tratamiento plástico desde ese debate propio de un escultor de su tiempo, desde la mirada hacia la geometría, pero comprendiendo la integración entre lo consciente de la forma y la dinámica propia de la naturaleza. Es decir, existe en su trabajo una relación indudable entre la capacidad de la naturaleza para crear sus formas y el trabajo de la mente que busca desarrollarse por caminos más libres. Libertad e investigación, formalismo e intuición.

La selección de obras que nos presenta en el MUA forma parte de esa reflexión sobre la escultura contemporánea, y en ella nos introduce en esa voluntad de precisar su visión sobre el espacio plástico y su relación con el entorno, en cuanto a la proporción de las piezas que podrían alcanzar una dimensión cercana a lo monumental. Una concepción del espacio que busca intervenir en el espacio urbano, aunque también refleja su interés por lo íntimo, por lo cercano, propia del escultor contemporáneo que busca hacer partícipe al espectador para mostrarle cuál es su mundo, un mundo con referencias plenas en el presente.