Con la celebración, un año más, de la entrada en vigor de la Constitución española, vuelve a producirse el debate de si deberían reformase algunos de sus preceptos para que la principal norma que rige nuestras vidas se adapte a un momento y a un lugar que comienzan a ser muy distintos a los que existían cuando fue ratificada por el pueblo español mediante referéndum el 6 de diciembre de 1978.

Cabe preguntarse, por tanto, si de verdad es necesario un cambio en el articulado de la Constitución o bastaría con que las leyes que la desarrollan se modificasen con un ojo puesto en la realidad española del siglo XXI y otro en la vocación de perdurabilidad con que los padres de la Constitución la engendraron. Del mismo modo que la Constitución que se aplica a los españoles, y que puede ser invocada en los tribunales en determinados supuestos, no es la literalidad de su articulado, sino la interpretación que de los mismos ha hecho el Tribunal Constitucional, bien podrían las leyes que desarrollan la Constitución adaptarse a los nuevos tiempos dejando a un lado las luchas partidistas y la tradicional alergia de la derecha española a los cambios legales y sociales.

Se ha dicho y con razón que el mayor desafío político al que se enfrenta la sociedad española es el de regular de manera definitiva el entronque de las regiones que comprenden España en un Estado que, respetando las minorías, vele por el bien común de todos los españoles. Para ello se estima necesario la profundización y cambio del actual sistema autonómico en uno federal que termine de fijar las competencias de las comunidades autónomas, pero al mismo tiempo se deben explicar las bondades del sistema -que ha dado el mayor lapso de tiempo de libertad del que hemos disfrutado los españoles- a todos esos votantes partidarios de la independencia del territorio en el que viven y de manera especial a aquellos jóvenes que a pesar de haber nacido en un país democrático y de haber disfrutado de las libertades que se derivan se permiten el lujo -la mayor de las veces por simple deseo de hacerse los interesantes- de hablar mal de la Constitución al referirse a la Transición como de «régimen del 78» comparándola, prácticamente, con una dictadura.

La Constitución y el actual Estado de autonomías es, con mucho, un sistema político amplio en su contenido y concreto en su desarrollo que, como dije antes, ha dado a España el periodo de libertad y estabilidad más largo que jamás hemos conocido los españoles en el que por primera vez los ciudadanos no ven pisoteados sus derechos por una minoría adinerada apoyada por el ejército con el beneplácito de la Iglesia Católica. Y a pesar de que surjan voces pertenecientes a lo que se ha llamado «nueva política» y a movimientos independentistas -siempre escondiendo debajo un latente egoísmo y un tufo racista- que niegan los elementos positivos de la Constitución Española, es la Carta Magna un sueño cumplido para todas esas generaciones de españoles que desde los tiempos de Fernando VII soñaron con conseguir algún día un verdadero sistemas de libertades ajeno a los caciques y a las injusticias. Me refiero a figuras imprescindibles como Vicente Blasco Ibáñez, Manuel Azaña, Juan Negrín y tantos otros que soñaron con ver a España regida por un sistema democrático.

La Constitución recoge el deseo de generaciones de españoles de verse regidos por el imperio de la ley y la igualdad de oportunidades, deseo que supuso para miles de españoles la cárcel y el exilio y en numerosas ocasiones la muerte. Sólo por esto todos aquellos que tachan a la Constitución de poco menos que de un panfleto pasado de moda deberían estudiar y leer un poco más sobre el duro esfuerzo que supuso poder ver cristalizar los derechos que en ella se plasman y además que fuese acatada por un Rey español con la significación e importancia histórica que tiene este hecho.

Por otra parte, si hay un ámbito en el que la Constitución debería modificarse sería el artículo 50 relativo al establecimiento -con las consecuencias legales que tendría- de un sistema de pensiones legalmente blindado que asegurase su existencia futura con cargo no sólo a recursos del propio sistema de la Seguridad Social sino también a un sistema impositivo que alcance a las bolsas de dinero con tradición evasiva como es el hecho de que el 80% del dinero negro que se genera cada año en España corresponda a grandes y medianas empresas y no a que los ciudadanos acepten pagar encargos menores sin factura asociada.

De igual manera que los exiguos grupos de independentistas van a tener que aceptar sí o sí la creación de un Estado de mimbres federalistas que termine con las veleidades nacionalistas, las grandes empresas y los grandes defraudadores van a tener que asumir que parte de sus beneficios van a ir a parar a garantizar las pensiones de los trabajadores que les han hecho ricos. Les guste o no.