Esta semana llega la festividad de la Constitución. Y el patio político está que arde con el cambio o la reforma de la carta Magna. Ya sabemos que la gran mayoría de los que quieren una gran reforma de la misma son los que no habían nacido cuando se aprobó. Y esa falta de perspectiva histórica es jodida para aportar soluciones a los nuevos tiempos vía reformas legales. A los grandes problemas, o dilemas, que se nos han venido encima no les encontramos respuestas sencillas. Con una globalización que ha venido para quedarse, con una red digital que nos vigila cada vez que salimos de casa, con unas fronteras que desaparecen ante unas migraciones necesarias, con unas economías muy frágiles y con ciclos económicos más cortos y más inestables, no podemos encontrar alivio en una nueva Constitución.

Creo que no sería malo una reforma de la Constitución, pero estoy en contra de una gran revisión. Porque la gran mayoría del articulado, que he releído varias veces, me parece correcto sine die. Y ese ánimo revisionista, con el que los partidos antisistema se ufanan en vendernos, no me mola un pelo. Cambiar para no cambiar nada no me gusta. Cambiar para contentar a algunos que no son la mayoría, me parece un fraude. Repensar las leyes máximas para adecuarlas a un grupo de presión, o de encabronados con la vida, no me gusta ni harto de vino.

Por eso me aterroriza un cambio de Constitución express. Una especie de píldora que solucione una coyuntura inmediata y que no resolverá los grandes conflictos a los que nos enfrentamos. Porque hay una parte de la legislación que podemos cambiar para que nada cambie. Y la razón viene motivada porque el verdadero cambio que necesitamos es un cambio educacional. Es más importante un gran pacto por la educación que un cambio constitucional. Porque cambiar las leyes educativas cada vez que llega un nuevo partido al Gobierno es más letal que hacer cumplir la Constitución.

Nos empeñamos en pensar que una nueva Constitución arreglará algunos de los problemas territoriales que tenemos. O que acabará con la precariedad laboral, o con los desahucios. Que una nueva Constitución nos devolverá a los tiempos de bonanza del boom económico no es creíble. Todos y cada uno de los que piensan que es necesario cambiar aquello que nos ha traído el mayor de los periodos de paz, de concordia, y de prosperidad, junto a la Unión Europea, tendrían que pensárselo dos veces. O tres.

La dinámica anticapitalista y antisistema que algunos partidos han propagado para hacer «necesario» un cambio constitucional es del siglo pasado. Si usted, querido lector, no repasa cómo se gestó esta magnífica obra constitucional, no podrá hacer frente al populismo barato que atenaza el diálogo sereno y sensato. Da la sensación de que todo fue gratis. Da la sensación de que los muertos de ETA, asesinados por algunos amiguetes de estos populistas, no merecen recuerdo. El problema del nuevo revisionismo histórico es que saca al franquismo a pasear para denostar a una Constitución aprobada por el pueblo libremente. Libremente, pardales, después de cuarenta años de tiranía.

La Constitución es una maravilla. Con sus imperfecciones. Como la propia naturaleza, y la propia condición humana. Por eso la celebración ciudadana de esta norma de convivencia sería necesaria venerarla en las aulas de los colegios. Crecer amando las normas que nos hacen un pueblo libre y que nos obligan a cumplir unos deberes, y a disfrutar unos derechos, es una norma educativa que un país democrático debe de imponer.

Si la Constitución no es respetada, si es maltratada y vilipendiada por pensar que es culpable de los males de la sociedad, mal camino andamos. Porque las soluciones que podemos aportar, cada uno desde su visión política, tiene todas las aristas vivas en la misma esencia constitucional. Admirar nuestra Constitución y ser un pueblo libre es lo mismo. Cada vez que ves a un mañaco quemar un libreto de la Constitución sabes que el sistema educativo ha fracasado. Porque las normas que nos hacen más libres sólo pueden ser destrozadas, o quemadas, por los que quieren que vivamos bajo su yugo. La libertad se escribe con «c» de Constitución. Lo demás es podredumbre.